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septiembre 2, 2021

EN EL FONDO TODAS NOS HEMOS SENTIDO COMO LAS MUJERES AFGANAS


Con la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, la llegada de los talibanes a Kabul tras la reconquista del resto del país y la “escapada” del presidente Ghani, se confirmó la victoria de este grupo extremista. Afganistán perdió la poca seguridad que tenía y la integridad de las personas está en mayor riesgo, en especial para las mujeres y las niñas.

Es bien sabido que, aunque estos 20 años no fueron los ideales, las condiciones eran mejores que las que se avecinan. Durante el régimen Talibán (1991-2001) la televisión, el cine, los juegos, la música, la fotografía estaban prohibidos; así como la celebración de algunas fiestas como el Nowruz (año nuevo persa) o la celebración del primero de mayo o Día del trabajador.

En ese periodo se obligó a todos los que tuvieran un nombre no islámico a modificarlo, a los jóvenes a raparse el pelo, y a los varones a vestir indumentaria acorde con los parámetros de la Sharia y llevar barba larga. Las cinco oraciones del día eran obligatorias, a quienes cometían hurtos se les cortaban las manos y los asesinos eran acribillados en público. Las libertades y los derechos estaban restringidos y los de las mujeres no existían.

La Organización Revolucionaria de Mujeres de Afganistán (Rawa) realizó una lista de algunas de las restricciones que impuso el régimen Talibán a las mujeres durante el tiempo que ejercieron su dominio y que podrían volverse a imponer, sobre todo porque, aunque el régimen se ha pronunciado manifestando que respetarán los derechos humanos y los derechos de las mujeres, estas prácticas se han seguido realizando. Algunas de ellas son:

  • Educación: las mujeres de más de ocho años no podrían asistir a escuelas o universidades.
  • En la vía pública: no podrían salir sin su “mahram” o “guardián” (padre, hermano o marido); no podrían hablar, reír en voz alta o estrechar la mano a hombres que no fuera “mahram”; no podrían subir a un taxi sin su “mahram”; no podrían practicar deportes o entrar a centros deportivos; no podrían entrar a los baños públicos; no podrían montar bicicleta o moto, ni siquiera con su “mahram”. El incumplimiento de cualquiera de estas normas permitiría que fuesen insultadas, golpeadas y azotadas.
  • Vestimenta: no podrían mostrar ninguna parte de su cuerpo; no podrían usar ropa de colores vistosos; no podrían usar zapatos de tacón, cosméticos ni tener las uñas pintadas. Siempre deberán llevar burka.
  • Restricciones económicas: no podrían trabajar (salvo algunas médicas y enfermeras en contados hospitales); no podrían cerrar tratos con comerciantes masculinos.
  • Salud: no podrían ser atendidas por médicos hombres.

Suena absurdo e inimaginable pensarnos viviendo en esas condiciones, pero incluso como mujeres “occidentales” convencidas de que no estamos en esos lugares de represión y opresión, guardando las proporciones, hemos estado -y podemos estar- ahí. En muchos contextos pueden cambiar las prácticas y sanciones, pero el trasfondo ideológico es el mismo.

Vale la pena aclarar que en ningún momento quiero, ni esta columna tiene la intención de minimizar la barbaridad que sufren las mujeres y niñas en Afganistán ni presentar esos escenarios como algo normal, sino invitarnos a reflexionar, ya no desde la comodidad un tanto cegadora de nuestro privilegio occidental, sino desde la consciencia de nuestra realidad.

Lo que allá está institucionalizado y reconocido en la ley, aquí lo tenemos naturalizado y hace parte de nuestra cotidianidad. En nuestros países “avanzados”, “garantistas” y “equitativos” se viven dinámicas, sobre todo para las mujeres -y sin querer sonar exagerada- parecidas a las que se viven en Afganistán. Si bien no hay lapidaciones públicas o azotes por determinados comportamientos, si hay una suerte de cánones según los cuales deberíamos comportarnos, un reproche social por no hacerlo y una actitud de justificación cuando se recibe un agravio por comportarnos de determinada manera.

No nos vetan para acceder a la educación en escuelas o universidades, pero muchas mujeres (en mayores cantidades que los hombres) no pueden acceder a ella y quienes lo logran tienen un condicionamiento social para elegir determinadas carreras porque se nos dan “por naturaleza”, como la enfermería, educación o la psicología y, alejarnos de aquellas que necesitan habilidades que, supuestamente, no tenemos, como en el caso las ingenierías.

Vivir y habitar el espacio público es un reto para las mujeres, ya sea que vivas en Afganistán, Colombia, España, China o cualquier lugar. Aquí no salimos con nuestro “mahram” pero tenemos que soportar las insinuaciones, comentarios y hasta tocamientos abusivos por parte de quienes creen que estamos buscando algo y que, por estar en un espacio público, nuestro cuerpo también lo es.

No tenemos prohibido entrar a determinados lugares, pero debemos tener cuidado en qué zona nos encontramos, a qué hora iremos y con quién, evitando, por nuestra seguridad, ir solas. No tenemos prohibido tomar taxi solas, pero verificamos las placas y la identidad del conductor, compartimos la ubicación en tiempo real, mantenemos en contacto con alguien y avisamos al llegar. No tenemos prohibido saludar o dar la mano a extraños, pero cuidado con quien inicias una conversación, no seas muy amable porque pareces coqueta y puede entenderse que quieras algo más, pero tampoco muy seca porque pareces grosera, cualquiera de las dos puede generar una situación incómoda. No tenemos que usar burka, podemos usar tacones y cosméticos y mostrar los talones, pero “mejor si no muestras mucho” para no ser “provocativa”. No quiero decir con lo anterior que tengamos que comportarnos de determinada manera, deberíamos poder vivir y habitar el espacio como nos sintamos mejor sin que eso “autorice” a nadie a sentirse con derecho sobre nosotras.

Ser mujer siempre ha sido un reto y aunque parezca que cada vez vamos consiguiendo más y más, sin sonar pesimista ni fatalista, no hay que dar esos derechos como escritos en piedra. La filósofa y escritora Simone de Beauvoir dijo “no olvides jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados”, me atrevo a agregar: una crisis sanitaria. Necesitaríamos un espacio específico para analizar el impacto y retroceso que ha causado esta pandemia en nuestros derechos.

Así como en Afganistán, en las mayores crisis que han ocurrido y pueden ocurrir, en el top de las cosas prescindibles se encuentran las “minorías”, entre esas las mujeres y sus derechos.

En ese sentido, la española Dolores García afirma que “cualquier brecha que se abra a nivel mundial, en el espacio político o económico, va a provocar un refuerzo del patriarcado” y agrega que “el patriarcado se enfurece muchísimo cuando el feminismo toma protagonismo”, algo que conecta con el sistema económico porque “el modelo neoliberal necesita del cuidado de la vida por parte de las mujeres, de arrinconarlas en torno a la familia, a la crianza”.

Detrás del poder que busca sobreponerse a una crisis está un sistema que comparte y preexiste en todas las instituciones, el patriarcado. Un poder que no quiere reconocer la necesidad de hacer cambios estructurales y de fondo porque eso implicaría ceder el poder ya establecido y repartido entre las mismas élites de siempre. Por eso el feminismo incomoda tanto, por eso tanto miedo a que las mujeres estudien, se expresen y sean libres. Por eso tanta represión contra quienes reclaman, piensan diferente y alteran ese orden que se sustenta en la prevalencia de los hombres sobre las mujeres. Por eso nos infunden, -y sentimos- miedo por ser lo que somos y hacer lo que queremos, aquí o allá.

Que la situación inhumana que viven nuestras hermanas afganas nos permita reflexionar y no caer en el falso convencimiento de creer que nuestros derechos están escritos en piedra porque en las crisis, así como pasó en Afganistán, siempre se perjudica a los más débiles y es muy fácil sentirse fuerte cuando se es hombre en una sociedad como la nuestra.

FUENTE: LA SILLA VACIA


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