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marzo 28, 2022

¿Qué están haciendo las universidades para prevenir el acoso?


Hablamos con María Ximena Dávila, coautora de una investigación sobre cómo las universidades atienden los casos de violencia sexual y qué deberían mejorar en sus protocolos.

Las redes sociales, las calles y los mismos campus se han convertido en espacios de denuncia ante los casos de violencias de género y acoso sexual en universidades, y aunque estas instituciones han venido implementando estrategias y protocolos para “solucionar” esta problemática, estos no siempre son efectivos.

Las investigadoras del centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia María Ximena Dávila y Nina Chaparro González hacen una aproximación en su investigación “Acoso sexual, universidades y futuros posibles”, enunciaciones críticas sobre las conductas, los lugares y las soluciones a las rutas de prevención y atención psicosocial que pueden tomar las instituciones de educación superior para tratar, oportuna y eficientemente, los casos de violencia sexual que tienen lugar no solo en los campus, sino en todos los espacios que implica la vida universitaria.

Además, frente a la escasez de datos proporcionados por las universidades, el libro parte de entrevistas y grupos focales con estudiantes y profesoras feministas que se han movilizado desde hace varios años por la justicia de género en las instituciones de educación superior en diferentes regiones del país, como Bogotá y el centro del país, Antioquia, Nariño y la Costa Caribe.

“Buscamos dilucidar algunos caminos que pueden tomar las universidades, así como las entidades pú́blicas del sector de la educación, para construir espacios seguros, formar a ciudadanos y ciudadanas que sean agentes de su vida sexual y promover relaciones e interacciones menos violentas y más centradas en el cuidado”, explican las autoras.

Hablamos con María Ximena Dávila, abogada de profesión y quien se especializa en violencias y desigualdades de género, movilización social y construcción colectiva, y es coautora del libro sobre el proceso de investigación, el panorama actual de las universidades frente a las violencias de género y las posibles soluciones.

¿Cómo fue el proceso de investigación para desarrollar el libro?

Nosotras llevamos investigando y litigando casos de acoso y violencia sexual en espacios laborales y educativos por más de cinco años, y en 2018 pensamos que hacía falta un estudio sobre acoso sexual en universidades. No es que este sea el primer estudio sobre el tema en Colombia, de hecho, hacemos un recuento de la literatura y los esfuerzos previos por formar las bases teóricas y empíricas de este tema en Colombia y en América Latina.

Empezamos a enviar derechos de petición a más o menos 50 universidades del país con preguntas relacionadas con los procesos internos que tienen para estudiar denuncias sobre violencia y acoso sexual, y por los datos que habían recogido los últimos años, esa fue nuestra fuente primaria de datos.

¿Qué respuestas obtuvieron?

Las respuestas empezaron a llegar en la segunda mitad de 2019, y las actualizamos con información de 2020, pero nos dimos cuenta de que las universidades no estaban recogiendo información. O las universidades tenían información y no la querían dar o simplemente no tenían los datos, no les interesaba recoger información desagregada por género, por identidad de género, edad, sobre quiénes eran las víctimas y quiénes los victimarios, cuántas denuncias y las razones.

Nos dimos cuenta de que era muy difícil, con la carencia de información de las universidades y sus procesos, tener un panorama de cómo se está manejando el acoso sexual en 50 universidades de Colombia. Le dimos la vuelta y nos centramos en las enunciaciones críticas y en las invitaciones al debate sobre este tema.

¿Cuál es el rol de las profesoras y estudiantes en la denuncia de casos de acosos y creación de los protocolos de atención?

Las colectivas y las profesoras son las personas que tienen mayor conocimiento situado, es un conocimiento que viene casi del cuerpo y de la propia experiencia sobre qué es lo que se debe hacer para crear espacios más seguros. Ellas han fomentado esos espacios seguros en las universidades desde hace más de 10 años, entonces, si alguien sabe de las soluciones son ellas.

Bajo la consigna epistemológica de que ellas son y han sido creadoras de conocimiento valioso sobre el tema, centramos el libro en contar estas voces y crear un modelo de intervención para tener universidades más seguras para todos.

¿En qué consiste ese modelo de intervención?

Consta de cuatro etapas o acciones: reconocer, un reconocimiento explícito de las universidades frente a la violencia que sucede en su interior, lo que implica dejar de querer lavar su imagen en medios de comunicación, decir que todo está bien, dejar de negar que hay acoso sexual, dejar de priorizar la imagen pública a costa de las estudiantes.

La segunda acción es hacer, y hacer bien, porque muchas veces las universidades hacen muchas cosas, pero para ocultar o perpetuar procesos de silenciamiento. Tiene que hacer cosas más allá de procesos que se convierten en fórmulas para decir que todo está bien y que están cumpliendo con sus obligaciones, pero no están atendiendo realmente a las sobrevivientes de esta violencia.

En tercer lugar está enseñar, poner el foco en la educación sexual, emocional y sobre las violencias. Si en este momento las universidades tienen clases sobre estos temas no es por política institucional, es porque profesoras y profesores se han dado la pelea para incluir estos contenidos en sus programas y en sus cursos, y, por último, está el cuidado que trata de la importancia de tener espacios seguros para que las personas puedan hablar sin temor a ser expuestas o revictimizadas.

¿Cómo pueden las universidades mejorar sus protocolos de atención a los casos de violencia sexual?

Se necesita que las universidades escuchen el conocimiento de las colectivas feministas, de las estudiantes que se han estado movilizando, de las profesoras expertas para crear no solo protocolos que sean buenos, sino también planes de prevención y no repetición.

No tenemos una educación sobre identidad de género, no tenemos discusiones que vengan desde arriba, en las que se discuta qué es el poder y por qué es tan grave si, por ejemplo, un profesor empieza a enviarme correos sexuales, eso no lo tiene ninguna universidad en este momento, y es fundamental. Si las universidades realmente se toman en serio su rol de fortalecer la ciudadanía de los individuos, tienen que tomarse en serio la creación de lo que nosotras llamamos ciudadanías sexuales.

¿En qué consisten esas ciudadanías sexuales?

Es que las personas, hombres, mujeres, con identidades y orientaciones no normativas, puedan crear sus proyectos sexuales libremente, sin ninguna coacción, sin ningún tipo de violencia, que haya una discusión más grande sobre las emociones. Si actualmente estamos enseñando constitución y democracia, y si en muchas universidades enseñan cursos de teología, creo que hay que tomarse en serio algo que está muy más allá de todo eso y que es mucho más fundamental, en nuestra opinión, que es algo que nos cruza a todos y todas, y es la conversación sobre la posición frente a emociones, deseo, poder y violencias.

Esas conversaciones suelen darse en carreras afines con las humanidades, ¿cómo lograr que se den en todas las carreras sin que haya este tipo de sesgos?

Cuando este tipo de educación sobre las violencias y el género viene únicamente de la discrecionalidad de los profesores, solo se va a dar donde hay profesores que tienen una conciencia política sobre esto y, generalmente, se dan en humanidades y en derecho, pero, en mi experiencia, ni siquiera las estudiantes y colectivas son capaces de permear esos espacios de las “ciencias duras” o ingenierías que están basadas en unos imperativos de masculinidad, donde se invisibiliza el rol de las mujeres.

Para llegar a esos espacios es necesaria la acción desde la institucionalidad, eso es fundamental, porque muchos casos de violencia denunciados en los últimos años se han dado en las salidas de campo, en los laboratorios, en espacios donde hay muy poca politización y donde es difícil que las mujeres tengan las herramientas para nombrar esas violencias que sufren más allá de una incomodidad y hay muy poca resonancia en sus denuncias.

¿Cómo la virtualidad influyó en la violencia sexual en espacios académicos?

La virtualidad supuso un reto no solo a las políticas de las universidades, sino también a la forma en que las colectivas feministas se han estado movilizando y en la resonancia de las denuncias. Una de las cosas que encontramos es que no todos los protocolos en Colombia amplían su aplicabilidad a sitios más allá de la universidad, es decir, entienden la universidad desde un punto de vista geográfico muy limitado, como es el campus físico.

Con la pandemia se hizo más evidente que la vida universitaria no pasa solo por un espacio físico, sino que se extiende a las salidas de campo, los bares y parques que quedan al lado, las casas de los estudiantes, las redes sociales y también en los correos electrónicos y todas las plataformas. Esta es una oportunidad para que las universidades corrijan esa falla tan estructural en sus protocolos, y es entender el espacio de la experiencia universitaria mucho más allá de un espacio presencial.

¿Y la relación entre denuncia y espacios digitales?

Hemos visto que es mucho más fácil tener un registro de las victimizaciones que en redes sociales. Durante estos dos años han circulado un montón de videos de profesores y profesoras que han sido abusivos con sus estudiantes. Aunque esto también tiene un montón de complicaciones éticas, pues es muy problemático que las víctimas y sobrevivientes deban tener siempre un registro de sus casos, que nos acostumbremos a pedirles a las víctimas una prueba y que no se crea en sus palabras.

¿Cómo hacer para que herramientas de denuncia como el escrache no impliquen revictimización?

Debido a la desidia de la justicia universitaria, este movimiento estudiantil feminista y estas colectivas han recurrido al escrache, y eso es lo que en muchos casos ha funcionado para impulsar estos procesos de denuncia, porque cuando las universidades se ven implicadas en redes sociales y en medios de comunicación es más factible que tomen acciones. De nuevo queda en evidencia que las universidades son muy renuentes a reconocer públicamente que hay acoso en su comunidad.

El escrache es una forma de protesta completamente válida y además es la única forma de justicia para muchas mujeres, pero tiene que ser un proceso colectivo, con redes de cuidado y apoyo, porque, en muchos casos, la persona escracheada persigue, censura, demanda y hostiga a quien hizo escrache, pero cuando es un proceso colectivo hay menos posibilidades para ese tipo de revictimizaciones.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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