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octubre 19, 2021

En Unión Chocó solo quedaron los perros


Colombia+20 recorrió el río San Juan, en Chocó, y conversó con la familia de uno de los niños que murió en el bombardeo contra “Fabián”. Comunidades denunciaron hostigamientos del Ejército y la guerrilla tras los operativos y una avanzada paramilitar que ha provocado el desplazamiento de mil indígenas. Crónica de una crisis humanitaria que se agrava.

Los ojos de Sandra Moreno hacen agua con el último video de su hijo Yuver. El niño se ve acostado en la hamaca de la casa y sonríe mientras canta un corrido de los que suenan en las regiones cocaleras. Yuver lo grabó hace tres meses, antes de irse del pueblo. La semana del 20 de septiembre una vecina llamó a sus padres para que miraran el noticiero. “Ahí mismo reconocí a mi hijo, porque estaba de primero”, cuenta José Florencio Hurtado.

José Yuver Hurtado Moreno, de apenas trece años, fue uno de los cuatro menores de edad que murieron en el bombardeo del pasado 16 de septiembre, cuando el Ejército atacó el campamento de Fabián (Ogli Ángel Padilla), máximo jefe del Ejército de Liberación Nacional (Eln) en Chocó. El ministro Diego Molano habló de un operativo “quirúrgico”, pero no contó que entre los muertos había cuatro menores de edad reclutados por la guerrilla. Fabián fue hallado en la selva once días después, malherido y desorientado. Murió en un hospital de Cali el 28 de septiembre.

Amante del fútbol, alumno aventajado y querido por sus profesoras, Yuver cursó hasta quinto de primaria en la escuela de Chambacú, un pueblo de treinta casas a orillas del río San Juan, donde sus amigos y compañeros de clase lo velaron con banderas blancas.

“Antes de hacer ese atentado ellos ya saben qué personas hay allí. Acá arriba hubo otro ataque a otro señor y no bombardearon porque había menores de edad”, dice José Florencio, refiriéndose al operativo militar del 25 de octubre de 2020 en el que cayó Uriel, otro comandante guerrillero. “Que paguen los que hicieron el daño”, reclama. Un daño con dos responsables: quienes reclutaron y quienes bombardearon.

“Yo me largo a llorar cuando lo veo ahí cantando”, explica José Florencio mientras su esposa reproduce el video. Medicina Legal entregó el cuerpo de Yuver a una de sus hermanas en Cali. Su cadáver volvió al San Juan en una travesía de varios días entre carros y lanchas. “El guayabo que me da mi hijo”, se lamenta José Florencio, “mandármelo como en quince bolsas… Lo destapé yo mismo, con un cuchillo. Yo dije: ‘Así sea que me muera, pero tengo que ver a mi hijo’”.

En la casa de tablas desvencijadas de José Florencio alguien se despacha un plato de arroz con huevo, que delata la precariedad. No hay muebles, ni siquiera el típico equipo de sonido que es orgullo de cualquier familia chocoana. Hay un machete colgado por ahí, unas ollas tiznadas, cuatro galones del viche que producen y la misma hamaca rota del video. Y los hermanitos, dos mellizos que apenas comienzan a hablar y a veces preguntan a la mamá si es cierto que Pochito murió.

Ormélico Peña camina por San Cristóbal con una bandera de la Caravana. / Camila Morales López.

Ormélico Peña camina por San Cristóbal con una bandera de la Caravana. / Camila Morales López.

“La tierra está triste”

Un concierto de perros hambrientos y desesperados quiebra la tarde en Unión Chocó. En el pueblo solo quedaron los animales cuando la población huyó aguas abajo el 24 de septiembre, cinco días después de que ochenta paramilitares de las Agc llegaran por una trocha desde las cabeceras del río Potedó.

“Es un desastre”, repiten una y otra vez una docena de personas, entre indígenas y periodistas que integraron una comisión que consiguió llegar hasta los caseríos del río Potedó el 14 de octubre. Inspeccionaron casa por casa de los pueblos abandonados tras el desplazamiento masivo de las comunidades. Hugo Bailarín, representante de la Mesa Indígena del Chocó, organizó y encabezó la comisión.

Este grupo se desprendió de la Caravana Humanitaria por la Vida y la Paz que recorrió el San Juan con acompañamiento de la iglesia católica y las organizaciones étnicas para denunciar una vez más la grave crisis humanitaria en la región, donde nunca llegó la paz tras los acuerdos de La Habana, pues el territorio quedó a merced del Eln y las Agc.

En San Cristóbal, otro caserío ubicado a quince minutos de allí, 585 indígenas wounaan escaparon el 19 de septiembre, el mismo día de la incursión. Todas las viviendas fueron saqueadas y ahora son un amasijo revuelto de enseres rotos, bolsas de comida regada o podrida, ropa tirada al suelo y plumas de las gallinas que combatientes y perros hambrientos fueron despellejando las últimas semanas.

San Cristóbal es un caserío de indígenas wounaan en el río Potedó. / Camila Morales López.

San Cristóbal es un caserío de indígenas wounaan en el río Potedó. / Camila Morales López.

“Nos manejaron a nosotros como escudo humano”, explica Ormélico Peña, alguacil mayor de San Cristóbal, quien huyó con la esposa y seis hijos. “Nos dijeron que no podíamos salir”. Pero el Eln dio la orden contraria: que abandonaran los caseríos porque iban a atacar y ahora temen represalias de ambos grupos. Casi mil indígenas permanecen desplazados y amontonados en La Lerma y Puerto Olave, aldeas ribereñas del San Juan, sin más apoyo que la comida que llevó la Alcaldía.

Óliver Moreno, alcalde de Medio San Juan, confirmó que ninguna otra institución ha atendido el desplazamiento, aunque esperan ayuda de la Unidad de Víctimas que debe llegar esta semana.

En Puerto Olave hay 300 niños indígenas, muchos enfermos por el hacinamiento, entre ellos los once hijos de Luango Pizario, quien fue a revisar su casa revuelta para comprobar que se llevaron hasta las linternas y desbarataron la cocina.

“Hemos hecho conocer a todas las instituciones, para que lleguen al terreno y den garantías a las comunidades. No hay ayuda humanitaria”, asegura Bailarín, quien insiste en que su cosmovisión se afecta cuando no pueden salir al monte a cazar y buscar hierbas por culpa de la guerra. “La tierra está triste”, concluye en la mitad del caserío abandonado.

La incursión de las Agc que busca copar al Eln muestra gran coordinación y está avanzando por el San Juan desde puntos opuestos. En la región muchos creen que los paramilitares aprovechan los golpes del Ejército a la guerrilla para ganar espacio.

A mediados de agosto las Agc llegaron a Pichimá, cerca de la costa, mientras río arriba se enfrentaron con la guerrilla en Dipurdú y San Miguel, desplazando a 1.200 personas. Por el cañón del río Tamaná, fortín del Eln, avanza otro grupo en estos momentos, los combates se prolongan en Juntas del Tamaná y el Tambito desde el 15 de octubre. Las Agc han pegado panfletos en los caseríos pidiendo a la gente que no se desplace, atribuyendo a la guerrilla todos los atropellos contra la población civil.

Un indígena recupera su televisor, tras el saqueo del pueblo. / Camila Morales López.

Un indígena recupera su televisor, tras el saqueo del pueblo. / Camila Morales López.

“Papá, ¿vienen?”

José Díaz, Pelé, dormía en una casa a ochocientos metros del río Simicama, donde estaba el campamento de Fabián. Lo acompañaban su esposa, su hijo, una señora que le ayuda en la finca y el hijo de ella. A las cuatro de la madrugada escucharon los aviones y en seguida cinco explosiones. “La tierra cimbra”, dice y agrega que nada más con escuchar el sobrevuelo ya el corazón se le fue al piso.

Pelé es uno de los 33.280 habitantes confinados en Chocó, el departamento con el mayor número de afectados por el confinamiento del país, según la Oficina para Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (OCHA por sus siglas en inglés). En septiembre esa cifra ya superó la del año anterior, mientras que los desplazados llegaron a 4.608. No obstante, la cifra de desplazados tiene un subregistro porque sólo contabiliza desplazamientos masivos, no los individuales, o “gota a gota”, como dicen en la región.

Después del bombardeo, los vecinos de la vereda Corriente de Palo no han podido regresar a las fincas, pues temen que haya minas instaladas u operativos militares. El día del bombardeo dos cazadores quedaron atrapados en la selva y estuvieron desaparecidos. Quince vecinos de Copomá, Guachal y Corriente de Palo se juntaron en una lancha para buscarlos y varios coinciden en que un grupo del Ejército los interceptó disparando tiros de fusil al agua para impedir que siguieran avanzando. Los cazadores lograron salir del monte dos días después.

Lo anterior fue narrado el 14 de octubre a los integrantes de la Caravana por la Paz, de la que hicieron parte delegados de la Diócesis de Istmina, la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA, el Consejo Comunitario General del San Juan, OCHA y otras organizaciones sociales. Ninguna institución del Estado se presentó.

“Las comunidades del San Juan están en riesgo de extinción física y cultural”, dice Elizabeth Moreno, líder del Consejo Comunitario General del San Juan (Acadesan). “Si se hubiera implementado la medida cautelar de protección colectiva esto no estaría pasando”, explica, refiriéndose a la disposición del Juzgado de Restitución de Tierras de Quibdó que ordena proteger y salvaguardar a estas comunidades y su territorio.

“Eso no se va a resolver a plomo. Nosotros, que lo vivimos día a día, sabemos que hay que hablar y darles respuestas a las necesidades de las comunidades”, se queja Pelé. Corriente de Palo es una postal perfecta del abandono estatal. Hace dos años no hay profesor para los cuarenta niños, tampoco tienen puesto de salud y hace siete años dejaron de llegar los giros de combustible para la planta eléctrica.

La única presencia oficial son los operativos militares, que paradójicamente, no garantizan la seguridad a los campesinos. Cuando suenan los aviones el hijo mira a Pelé y le dice: “Papá, ¿vienen?”.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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