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agosto 19, 2020

El impacto de la guerra en la salud mental de los habitantes de Norte de Santander


Los hechos de violencia en los alrededores de Cúcuta y Tibú han causado múltiples afectaciones psicológicas a la población civil. Miedo, ansiedad e incertidumbre son las sensaciones predominantes en los habitantes de esta región, que esperan un mayor apoyo por parte del Estado en estos momentos de vulnerabilidad.

“Yo por acá sí había escuchado los enfrentamientos, claro, eso sucede. Pero nunca había visto lo que pasó en la vereda, es que era muchísima gente armada y luego empezaron a sonar bombazos. Pero solo nos decidimos a huir después de la masacre”, cuenta Amalia* sobre esa noche del 18 de julio de 2020 en la que tuvo que salir corriendo de su finca para salvar su vida y la de toda su familia. En la escuela de Ambato, en el área rural de Tibú, se encontró con muchos de sus vecinos que también sintieron el mismo miedo y llegaron como pudieron a buscar protección en ese lugar.

Esa escuela no fue la única de la zona que esa noche se convirtió en un refugio temporal contra la guerra que arrecia en la zona rural de Tibú, Cúcuta y Puerto Santander. A La Florida y Banco de Arena también llegaron decenas de familias desplazadas, después de la masacre de ocho personas y la retención de otras más en Totumito-Carboneras. Alrededor de 800 personas estuvieron concentradas 18 días en esos lugares antes de comenzar a regresar a cuentagotas a sus veredas. Aunque recibieron atención de instituciones públicas y de cooperación internacional, para muchas de ellas era imposible comer, e incluso dormir en medio de esa situación de zozobra permanente.

Amalia cuenta que su hija menor de edad se asustaba mucho con ruidos que antes pasaban desapercibidos para ella y que en ningún momento quiso despegarse de él ni mucho menos salir de la escuela. Nelly*, otra de las personas desplazadas en Ambato, dice que el estrés le causaba un dolor de cabeza muy fuerte, que se hizo permanente después de que un joven de 23 años fuera asesinado muy cerca de donde estaban refugiados. “Yo dormía y comía muy poco, solo pensaba en que quería volver a mi casa, a lo que sabemos hacer. Me daba muy duro no saber cuándo íbamos a poder regresar”, explica.

Ese tipo de reacciones son comunes cuando las personas se ven expuestas a situaciones extremas donde su vida está en riesgo. “Esto les hacía sentir que no existía lugar seguro para ellas, y eso les impedía descansar por estar pendientes de que no fuera a pasar nada. Esta obligación de vigilia permanente deja una serie de marcas en la salud mental que, en caso de no ser atendidas a tiempo, pueden llegar a generar afectaciones moderadas y severas en el transcurso del tiempo”, afirma el coordinador del equipo de psicólogos de Médicos Sin Fronteras que participó en la atención a las comunidades desplazadas.

Durante la intervención, que consistió en actividades grupales, familiares e individuales, se identificó que cerca del 30 por ciento de las personas desplazadas había sido víctima directa o había presenciado acciones violentas en el pasado. “Para estas personas se revivieron temores profundos que no habían sido atendidos en su momento y que en cierto sentido exacerbaban sus síntomas frente a estos nuevos hechos”, explica el especialista en salud mental de Médicos Sin Fronteras.

Roberto, un campesino de 57 años, resume la situación que están viviendo muchos habitantes de la región por cuenta de la violencia, que nunca parece amainar: “Ya me habían sacado una vez de otra zona por la misma situación de violencia. Y ahora acá nuevamente me vuelve a pasar. Esto es muy duro porque sabemos que en cualquier momento nos toca salir corriendo otra vez. Es como si a la pandemia de coronavirus se le hubiera sumado la otra pandemia de la violencia y no tuviéramos la cura para ninguna de las dos”.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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