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mayo 21, 2020

La resistencia del pueblo negro de La Larga y Tumaradó contra el despojo


Aunque el consejo comunitario, ubicado en Riosucio (Chocó), tiene un título colectivo por 107.064 hectáreas, en la práctica la tierra productiva está en manos de empresarios que la compraron en medio de la arremetida paramilitar. Su lucha sigue siendo la restitución. Recientemente fueron acreditados como víctimas en la JEP y en el Día Nacional de la Afrocolombianidad reconocemos su lucha.

Llegaron a ser tildados de invasores en sus propias tierras. Además de haber sido expulsados por la violencia de los paramilitares, luego tuvieron que sufrir también la de aquellos que se decían dueños de sus predios. Aquellos que habían llegado tras la arremetida paramilitar y se habían volcado sobre esos terrenos para ejecutar proyectos agroindustriales. La comunidad negra que habita las cuencas de los ríos La Larga y Tumaradó, en Riosucio (Chocó), estaba retornando a las tierras de las que habían salido desplazados, pero poco de lo que antes había allí todavía se conservaba.

Los primeros negros que llegaron a estas tierras lo hicieron a mediados del siglo XIX. Venían de la región del San Juan, del Alto Baudó, del Medio Atrato, buscando cultivar la tierra. Luego, ya en el siglo XX el poblamiento lo aceleró, entre otras, Maderas del Atrato, que abrió canales para la extracción maderera y las familias fueron colonizando el territorio. Se dedicaron a sembrar arroz, a pescar, a vivir de la tierra. Se fueron expandiendo y fundando nuevas comunidades. 

Pero desde la década de los 70, la guerra se les fue metiendo al territorio, como ha documentando el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), que ha acompañado el proceso colectivo de este consejo comunitario. Primero llegaron las guerrillas: armados de las Farc, luego del Eln y a finales de los 80 del Epl. Después fueron los paramilitares y la violencia se recrudeció. El 20 de diciembre de 1996, 150 paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) se tomaron la cabecera de Riosucio, desaparecieron a tres personas y tomaron el control. Era el inicio de lo que sería la entrada paramilitar al Bajo Atrato ordenada desde la casa Castaño a través del frente Árlex Hurtado, del bloque Bananero, y el bloque Élmer Cárdenas, de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).

Pero el gran éxodo de la población de estas cuencas fue en 1997. En febrero de ese año, los paramilitares ejecutaron la Operación Cacarica en ese territorio colectivo aledaño al de estas comunidades negras, en conjunto con la Operación Génesis, realizada por la brigada XVII del Ejército, y los territorios quedaron desiertos. Según el Registro Único de Víctimas, en 1997 salieron expulsadas de Riosucio más de 70.000 personas.

Aún en medio de la arremetida violenta, y estando desplazada más del 80% de la población, las comunidades de lo que después se conformó como el Consejo Comunitario de los ríos La Larga y Tumaradó (Cocolatu) se organizaron para defender su territorio. “La experiencia nos decía que el conflicto llegaba no por sacar a la guerrilla, sino por apoderarse del territorio. Entonces lo que hicimos nosotros fue adelantarnos para que el territorio, aunque por entonces no hubiera mucha gente, estuviera protegido jurídicamente”, explica Pablo Antonio López, representante legal de Cocolatu. Protección que llegó en noviembre de 2000, cuando el Incora le adjudicó en calidad de tierras de las comunidades negras 107.064 hectáreas al consejo comunitario.

Con ese título colectivo lograron frenar en parte las compras masivas de tierra que venían dándose en años anteriores. Y es que cuando la población se desplazó, los comisionistas buscaron a las familias en Turbo, Apartadó, Chigorodó, Carepa, Bajirá, entre otros municipios, para que vendieran su tierra. “Llegaban a decirles ‘eso no se va a componer, las cosas están graves, yo le compro eso’. Entonces la gente decía ‘pa que eso se pierda o se lo roben, mejor yo lo vendo’, ‘pa dejarme morir de hambre, yo vendo’. La necesidad obligó a que la gente hiciera el negocio porque estaban viviendo en pésimas condiciones. Entonces fincas bonitas, montadas, se vendieron a $200 mil la hectárea, cuando valían mucho más”, lamenta López.

Esos empresarios que compraron masivamente la tierra, provenientes en su mayoría del Urabá antioqueño y el sector bananero, establecieron en la zona principalmente fincas ganaderas de reses y búfalos, para lo cual arrasaron con buena parte del bosque de la zona. También establecieron monocultivos de plátano, palma aceitera y teca. Según el rastreo que ha hecho el Cinep, se trató de alrededor de 10 empresarios que se hicieron con el 94 % de las tierras productivas del territorio colectivo, unas 55.000 hectáreas, pues alrededor del 40 % del territorio son tierras anegables (llenas de agua) y, por lo tanto, improductivas. Ello deja al consejo comunitario solamente con cerca del 3 % de las tierras productivas, pues el otro 3 % fue titulado individualmente antes de que el Incora adjudicara el título colectivo.

Uno de los empresarios que más adquirieron tierras de Cocolatu es José Vicente Canteroquien según las estimaciones del Cinep, podría tener unas 25.000 hectáreas de tierra en fincas ganaderas. Cantero fue condenado por un juzgado de Antioquia a 10 años de cárcel por desplazamiento forzado, además de que, producto de fallos de restitución de tierras, ha tenido que devolver tierra despojada. Otro de los compradores masivos es Ángel Adriano Palacios Pino, quien ha sido señalado por Raúl Hasbún, excomandante del bloque Bananero, como un empresario que financió esa estructura paramilitar. Palacios enfrenta hoy un juicio por los delitos de concierto para delinquir agravado, desplazamiento forzado agravado y porte ilegal de armas, en medio de un proceso por el que estuvo preso entre 2014 y 2015. En el proceso de restitución de tierras de Cocolatu, que vino después, también aparecen como opositores Juan Guillermo González, Óscar Mosquera, Jaime Uribe Castrillón, Francisco Castaño Hurtado, Dorance Romero, entre otros.

Cuando las comunidades desplazadas retornaron – por su cuenta y sin garantías – a partir de 2008 y con mayor fuerza en 2010, encontraron que había cambiado el paisaje. “Ya no hay bosque, todo está arrasado. Los ríos, que eran nuestra fuente de agua, los secaron, y los que quedan están contaminados por la ganadería. No hay tierra donde sembrar comida, porque la tienen los empresarios”, cuenta el representante legal de Cocolatu. Pero, además, cuando las familias se asentaron en las tierras que antes eran suyas y que están cobijadas bajo el título colectivo, varios de esos empresarios solicitaron desalojos por parte de la Fuerza Pública, entre otras estrategias como dañarles los cultivos a las familias retornadas.

En diciembre de 2014, el Juzgado de Restitución de Tierras de Quibdó, mediante el Auto 00181, ordenó medidas cautelares para proteger a las familias retornadas de Cocolatu y suspender cualquier operativo de desalojo en su contra hasta que cumpliera su proceso de restitución. Un camino que les ha costado vidas y que ha sido desgastante, pues ya hace casi seis años que inició el proceso en la Unidad de Restitución de Tierras (URT) sin que hasta ahora se haya emitido el fallo.

En septiembre de 2014, la URT comenzó la fase administrativa del caso, que incluyó la caracterización de las afectaciones al consejo comunitario, así como jornadas de resolución de controversias interétnicas e intraétnicas dentro del consejo, pues con anterioridad al título colectivo se adjudicaron títulos individuales dentro de ese territorio, lo que arroja que actualmente haya 442 títulos individuales en jurisdicción de las 107.064 hectáreas tituladas colectivamente el consejo comunitario. Pero la presentación de la demanda de restitución de tierras, ha señalado la comunidad, fue dilatada por parte de la URT, como también lo señaló el Juzgado de Restitución de Tierras de Quibdó que le ordenó en dos ocasiones a esa entidad presentar dicha demanda, en 2016 y 2017. Mientras tanto, las comunidades vivían las tensiones en el territorio con los empresarios y con los grupos armados posdesmovilización de las Auc. En 2017, tres líderes del consejo fueron asesinados: Mario Castaño, Porfirio Jaramillo y Jesús Alberto Sánchez. En diciembre de ese año, finalmente, se presentó la demanda de restitución.

De acuerdo con Juan Pablo Guerrero, investigador del Cinep que ha acompañado el proceso de Cocolatu, el proceso judicial se encuentra congelado al no haberse notificado aún a todos los opositores del proceso de restitución, que en este caso son los 442 propietarios que tienen títulos individuales dentro del consejo. En el proceso, explica Guerrero, deberán establecerse cuáles son los títulos que fueron adjudicados legalmente y cuáles son nulos e inexistentes al haber sido adquiridos en la época de la violencia paramilitar en la zona.

El pasado 8 de mayo, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) anunció que la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas acreditó como víctima colectiva al Consejo Comunitario La Larga Tumaradó, integrado por 48 comunidades y 5.803 personas, en el marco del caso 04, que prioriza la región del Urabá. Esa jurisdicción hizo referencia explícita al periodo vivido por esta comunidad entre 1996 y 1998, con la entrada de las AUC, en coordinación en el Ejército. Junto a este consejo, también fueron acreditados como víctimas colectivas los consejos comunitarios del río Curbaradó, Los Manatíes y Puerto Girón, para un total de 20.000 víctimas afro acreditadas con esas decisiones en el caso 04. “A través de ese proceso se pueden esclarecer hechos que siguen en la impunidad, y eso significa mucho para nosotros”, reconoce López.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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