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mayo 19, 2020

Linson Palacios, una víctima desalojada en medio de la pandemia


A pesar de que ya lleva dos años en Bogotá, este nariñense de 31 años y víctima del conflicto armado no ha podido conseguir trabajo. Ahora, en medio de la pandemia, vive en un cambuche, después de ser desalojado por el Distrito de su rancho en Altos de la Estancia, en Ciudad Bolívar. Esta es su historia.

Cuando atiende al teléfono, Linson Palacios debe correr. Después del tradicional “aló”, sigue un “espéreme un minutico”. Se escuchan pasos rápido y el ruido del viento. Luego el movimiento cesa y él continúa: “Ahora sí le escucho bien, es que me toca irme a otro lugar para que entre la señal”. Agitado, cansado, más de la vida que de la trotada, empieza a contar su historia:

“Mi nombre completo es Linson Palacios. Yo vengo de Satinga (Nariño). Tengo 31 años. Por el momento no conseguí empleo todavía. Llegué a Bogotá hace dos años. Me tocó salir del municipio de donde yo vengo con mi familia por la guerrilla del Eln. Tuve que venirme a la ciudad obligatoriamente”. 

 Linson es afro, alto, de nariz gruesa, de manos grandes, muy grandes, y piernas largas. Con ellas sostiene a su hija, rendida por el sueño, en medio de una invasión, un terreno irregular lleno de casas de lona, palos y tejas. Está sentado sobre una tabla, que a su vez está apoyada en una llanta. En ese plano general, lleno de escombros y de matas, sobresale su mirada. Un ceño fruncido que esta vez no es de furia, sino de frustración, de desesperanza. En esta imagen, tomada por Mauricio Alvarado, fotógrafo de este diario, no cabe otra pregunta: “¿Qué vamos a hacer?”. Esa misma que Linson repite a través del teléfono. 

En Bocas de Santinga, la cabecera del municipio Olaya Herra, en Nariño, Linson se dedicaba a la construcción. Le iba bien, dice, y le alcanzaba para tener ahorros. Pero la violencia, como tantas veces en Colombia, arrasó con todo. Después de la firma del acuerdo de paz, en 2016, millones de personas que viven en los municipios más apartados pensaron que la guerra se convertiría en un mal recuerdo, pero eso duró poco. Los vacíos que dejó un grupo armado, rápidamente, fueron llenados por otro. “Ellos se apoderaron del territorio donde trabajaba. Yo cargaba piedra para la construcción hasta que llegó la guerrilla y nos sacaron”, cuenta. 

Lo echaron del trabajo y luego de su casa. Les dieron seis horas para que se fueran: “Esa misma noche nos fuimos en el único medio de transporte que uno coge fácil en el Pacífico, la lancha. Esa misma noche me tocó que salir con mi familia. Uno se va por el río Patía hasta el mar. De ahí sube para Buenaventura y llega al puerto; de Buenaventura llegamos a Cali, y de ahí a Bogotá”. Olvidó cuántos días tardó en llegar hasta la capital.

Esa ruta la repiten varios. En el pacífico nariñense ha habido, en los últimos tres años, un recrudecimiento del conflicto por enfrentamientos entre grupos armados y el narcotráfico. Como consecuencia, han denunciando varias organizaciones sociales, entre ellas el Colectivo Orlando Fals Borda y Fundación Ideas para la Paz, los desplazamientos forzados aumentaron. Sólo este año, más de 4.000 personas han sido desplazadas.

En otras partes del país, como Chocó, Putumayo y Cauca, sucede lo mismo. No en vano Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, ha asegurado que hoy hay más víctimas de desplazamiento forzado en Colombia que número de habitantes en Costa Rica.

 La familia de Linson: su esposa y sus hijos de 11, siete, seis y dos años.Mauricio Alvarado

Linson recuerda que la primera noche que durmieron en Bogotá fue en un parqueadero. Llegó con sus cuatro hijos de 11, siete, seis y dos años. Le dijeron que fuera a la Unidad para las Víctimas, donde podrían prestarle atención urgente, y a la Fiscalía, donde podía denunciar su desplazamiento. “En la Unidad nos dieron para tres meses de arriendo y alimentación. Con eso nos vinimos a vivir a la localidad de Ciudad Bolívar, a un barrio que se llama Caracolí”, cuenta.

Caracolí sale en los medios cada dos o cuatro años. Es un terreno inestable y cada vez que cae un aguacero fuerte se asoma una tragedia. En 2006 murieron cuatro personas. En 2010 ocho más resultaron heridas. Es una zona de alto riesgo de deslizamiento y la Alcaldía Mayor de Bogotá siempre lo ha advertido. Aún así, decenas de personas, principalmente desplazados del Pacífico, se asentan allí en busca de un hogar. La hostil y difícil Bogotá los ha obligado a reunirse en estas lomas, bautizadas como Caracolí, como un homenaje a los árboles que les servían de refugio en la selva húmeda tropical que los vio crecer.  

Primero llegaron las comunidades negras, luego los indígenas y los mestizos y, a pesar de los trabajos de reubicación de la Alcaldía, Caracolí vuelve llenarse. Mientras el boquete de la guerra siga abierto, Caracolí siempre estará habitada. En una entrevista con Colombia2020, Vladimir Rodríguez, alto consejero para los Derechos de las Víctimas,  asegura que en Bogotá hay 400.000 víctimas del conflicto armado. “Y la cifra es aún mayor cuando sumamos la región estamos llegando al millón de manera fluctuante”. 

Cuando se acabó el subsidio de los tres meses, Linson y su familia, por recomendación de una persona que prefirió no nombrar, llegaron hasta la invasión de Altos de la Estancia: “Nos tocó venirnos porque no teníamos otra salida más. Con un millón de pesos que nos salieron de una ayuda humanitaria del Estado nosotros compramos las tejas y armamos el rancho. Nadie nos cobró por el terreno. Después de dejar Nariño esperábamos que se convirtiera en nuestra esperanza, en el futuro”. 

Linson narra con verbos en pretérito. Su rancho ahora es un revoltijo de lo que quedó de sus camas, techo y paredes. El pasado 2 de mayo, en medio de la cuarentena para evitar la propagación del nuevo coronavirus, conocido como SARS-CoV-2, agentes del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), acompañados por gestores de convivencia del Distrito, adelantaron un proceso de desalojo, con el argumento de que tenían que sacar a los habitantes por riesgo de deslizamiento. 

“Cuando llegó la Policía y el Esmad a desbaratar todo sentimos como que todo se nos fue al piso, como que la esperanza ya no estaba más. Lo que yo pienso de eso es que la alcaldesa debió esperar a que se acabara la cuarentena para desalojarnos. Es que atacar a la gente así, como si uno fuera un animal, es muy duro. Las personas que hicieron esto es como si no tuvieran corazón en su cuerpo”. Se le entrecorta la voz. 

Los videos difundidos en redes sociales muestran que en el desalojo hubo violencia. Hay un joven herido en su pantorrilla por, supuestamente, el accionar de una aturdidora. Otras denuncias de la población aseguran que una casa fue demolida con un anciano adentro, y que en otra los uniformados lanzaron gases lacrimógenos a pesar de que había niños y niñas en la vivienda. 

Linson ha sobrevivido en Bogotá por la venta informal. Sólo un mes pudo trabajar en una construcción, pero la obra se paró y echaron a los obreros. Volvió de nuevo a vender empanadas y arroz con leche que hacía con su esposa. “Siempre nos rebuscamos”, y con esa frase resume sus intentos fracasados de conseguir un empleo estable, y su persistencia para volverlo a intentar.

En la pandemia la situación se agravó. Su realidad, lejana de los decretos presidenciales y distritales, es salir a buscar comida para su familia y para la comunidad desalojada. “Nos toca irnos a Abasto, allí con seguimos papita y cebollita, y después al matadero que queda ahí en la Autopista Sur. No siempre logramos conseguir todo, pero la comida más segura es el almuerzo”, agrega.

Ahora viven en un cambuche (un refugio improvisado), en un parque cerca de Altos de la Estancia. Se llevó hasta allí tres camas que aguantaron el sacudón del Esmad y las pegó contra un muro. De techo puso un extenso y grueso plástico negro, que se sostiene, por un lado, con bultos de arena y por el otro, con palos. Allí duermen él, su esposa y uno de sus niños. Los demás se quedan donde una vecina, para “no aguantar el frío de la noche”. 

 Este es el cambuche donde viven Linson y su familia, en un parque cerca de la invasión de Altos de la Estancia, Ciudad Bolívar.Mauricio Alvarado

Hasta ahora, asegura, la ayuda del Distrito han sido insustancial. Sigue sin entender por qué la Alcaldía decidió adelantar un desalojo sin antes tener un lugar dónde reubicarlos. Recibieron 100.000 pesos para un mercado, sin embargo, para una familia de seis personas sin casa, ese subsidio se acaba rápido. 

En medio de la incertidumbre, el hambre, la rabia, le gustaría volver a Nariño, pero eso es imposible. “Es que allá no puedo volver. Si pudiera ya estaría ahí. Me toca quedarme aquí… Es que todo es difícil. Llevo dos años sin conseguir trabajo. Si no lo conocen, no lo ayudan. Para las víctimas es complicado. Salimos del municipio para acá y sin nuestras cosas, sólo la ropa pues”. 

Y sin trabajo no hay nada. Aunque agradece las ayudas de los demás y los subsidios del Estado, Linson insiste en que él y las víctimas necesitan un empleo formal, una entrada fija, un control de sus gastos, porque de lo contrario lo espera de nuevo la calle. Hoy no tiene idea de cuánto gasta al mes, porque depende de la suerte. A veces come una vez al día. Otras veces, dos. Pocas, tres. En la conversación vuelve a esta conclusión una y otra vez: “Lo más importante y urgente es que me ayuden a conseguir el empleo. Yo con eso sobrevivo con mi familia. Yo he trabajado en construcción, pero me le mido a todo. Es que ya no sé qué hacer”.

De acuerdo con el Distrito, 50 hogares que vivían en Altos de la Estancia. De estas, 46 han recibido bonos canjeables por alimentos y 28 niños, niñas y adolescentes, y sus familias han sido atendidos con alimentación, valoración en salud, actividades lúdicas y de recreación. “Desde el primer día de la intervención, la Secretaria de Integración Social, a través de la subdirección local de Ciudad Bolívar, ha estado en territorio haciendo la caracterización y entregando las ayudas de emergencia respectivas. Continuaremos en la vinculación de las poblaciones en nuestros servicios sociales”, asegura Xinia Navarro, secretaria de Integración Social.  

Con respecto al caso de Linson, Integración Social señala que “el señor y su familia están siendo atendidos desde el 15 de mayo. Hoy redimieron su bono por alimentos. Otro familiar recibe ayudas alimentarias. Por ahora se hospedan gracias a redes familiares. Seguimos trabajando de la mano de la Secretaría de Hábitat para darle apoyo de vivienda”. Al cierre de esta edición, este diario constató que siguen viviendo en el cambuche del parque junto a otras familias más.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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