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octubre 15, 2019

Víctimas de El Tandil viven con traumas psicológicos desatendidos


Dos años después de la masacre denuncian que el Estado no las ha atendido. Traumas psicológicos, falta de dinero para completar tratamientos médicos y clamor de justicia son las realidades que viven los campesinos que padecieron la matanza en esa vereda de Tumaco.

A El Tandil, vereda de la zona rural de Tumaco (Nariño), nunca había llegado el Estado y cuando llegó lo hizo para erradicar, de manera forzada, los cultivos de coca, de los que depende la subsistencia de las 70 familias que viven en ese lugar. Hace dos años, ante la amenaza de quedar sin sustento, los campesinos decidieron protestar. El 5 de agosto de 2017 se reunieron unas 30 comunidades para, sin armas, frenar el avance de los erradicadores de la Policía. Hicieron un cordón humanitario y rodearon las plantas. Pedían que les dejaran trabajar en sus pequeñas plantaciones de coca mientras llegaban los planes de sustitución voluntaria. Luego, todo fue caos y dolor. Empezaron a escuchar disparos que, según cuentan los testigos, fueron hechos por la Fuerza Pública. Siete personas murieron y 22 más resultaron heridas. Dos años después, la comunidad no ha obtenido respuestas ni justicia y las víctimas se sienten abandonadas.

Horas después de la masacre se conoció un comunicado que en El Tandil entendieron como una afrenta. La Policía y el Ejército aseguraron que respondieron a un ataque perpetrado por el Frente Oliver Sinisterra, una disidencia de las Farc que opera en la zona. Los campesinos rechazaron esa versión. Elier Martínez, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda, recuerda que recibieron “con tristeza” el pronunciamiento oficial. “Si fue un enfrentamiento, ¿por qué no hubo muertos ni heridos de la Policía?”, dijo Dilber Campo, uno de los manifestantes.

Días después, llegó a El Tandil una comisión humanitaria a verificar lo ocurrido. Luego de pedirle autorización a los agentes, un grupo de unas 20 personas se internó en la selva porque algunos pobladores denunciaron que había más cadáveres en la zona y algunos desaparecidos. La comitiva, integrada por defensores de derechos humanos, periodistas, la ONU, la OEA y la Gobernación de Nariño apenas logró avanzar unos metros antes de ser hostigada por la Policía. La historia se repitió, la institución sacó un comunicado alejado de la realidad. “Un grupo indeterminado de personas intentó (sic) ingresar a la fuerza por la parte posterior de la base, circunstancia que conllevó a que los uniformados activaran dos granadas de aturdimiento, que no dejaron heridos”, aseguraron. Sin embargo, Colombia 2020, que hacía parte de la comitiva, pudo constatar que no hubo intentos de ingresar a la fuerza y que fueron tres las explosiones. Algunas personas incluso aseguraron que los uniformados dispararon armas de fuego, pero no impactaron a nadie.

Esos hechos alertaron a la población sobre lo que iba a ser la posición estatal frente a la masacre. Dos años después las investigaciones no han arrojado resultados. La Fiscalía tuvo la investigación en sus manos durante un año y 10 meses y solo logró imputar cargos a dos personas: el mayor del Ejército Luis Hernando González Ramírez y el capitán de la Policía Javier Enrique Soto García. Sin embargo, el Juzgado Primero Penal del Circuito de Tumaco trasladó el caso a manos de la Justicia Penal Militar, el pasado 22 de agosto, por un pedido que hizo la Procuraduría. Lucía Aldana, abogada de la Corporación Yira Castro que representa a las familias de los siete asesinados, denuncia que no fueron citados a la audiencia en la que se tomó la decisión. “Para nosotros fue una sorpresa que el Ministerio Público haya hecho esa petición, existe abundante jurisprudencia, directrices de la Fiscalía, de la Procuraduría que establecen que falsos positivos y ejecuciones extrajudiciales no pueden estar en conocimiento de la Justicia Penal Militar”, insistió Aldana.

En el plano disciplinario la investigación de la Procuraduría tampoco no ha dado resultados. Colombia 2020 le preguntó a la entidad si había sancionados por la masacre y respondió que “actualmente se siguen practicando pruebas en etapa de investigación disciplinaria” contra 14 miembros del Ejército y 40 de la Policía. A esa falta de acciones se suma que entre los investigados por el Ministerio Público no está el mayor González Ramírez, quien fue imputado por la Fiscalía.

A la par de la falta de resultados en los procesos penales y disciplinarios está el abandono de las víctimas de la masacre. Colombia 2020 fue hasta El Tandil y habló con tres de ellas que sufrieron de manera distinta la matanza y no han recibido atención estatal. Reconstruimos sus relatos. Aunque buscamos hablar con la Unidad de Víctimas y la Alcaldía de Tumaco no fue posible conocer las versiones de esas instituciones.

El temor se apodera de la vida

“Ya no soy el mismo”, se lamenta Eduardo Martínez. Él, que tuvo que presenciar la masacre, ve pero no mira. Tiene sus ojos perdidos y encharcados. Aquel 5 de octubre se encontraba entre el grupo de campesinos que integraba el cordón humanitario cuando se escucharon los disparos. “Empezaron a tirar bala al aire y luego bajaron el fusil. Por acá cayeron todos los muertos, por allá”, relata mientras señala los lugares exactos donde vio a sus vecinos sin vida. “Yo alcancé a salir hacia el caño, tocaba pasar por encima de la gente porque la fatiga de la muerte es grave”, recuerda.

“Miré la situación que pasó acá en este lugar y eso me causó un daño psicológico”, cuenta. Luego de que cesaran los disparos, Martínez sólo acertó a grabar lo que estaba viendo, los cuerpos de cinco campesinos que quedaron tendidos en el suelo. “Este está muerto”, “dejen los muertos ahí”, “estos son los héroes de la patria”, gritaba mientras filmaba a la Policía, a la que le recriminaba por lo sucedido. Después de ese día él no pudo volver a dormir como antes, se asusta con cualquier ruido y cuando se encuentra a un Policía por la calle piensa que lo va a asesinar. “Se me olvida todo, me dicen cualquier cosa y se me olvida. Después de la masacre me pasan muchas cosas que antes no me pasaban: me dan muchas pesadillas, casi no puedo dormir”, afirma.

Tras la masacre Martínez sólo aguantó tres días más en la comunidad. Intentando huir de sus recuerdos se desplazó el 8 de octubre de 2017 hacia Pasto. Pero la memoria viajó con él y persistieron los traumas. Su esposa, quien también presenció los hechos, pero no quedó tan afectada psicológicamente, empezó a pedir atención médica para él. Así lo han manejado, por medio de citas con la EPS. Lo ha visto un psiquiatra que le recetó algunos medicamentos. “Me ha ayudado un poco, pero no totalmente, no me he logrado recuperar”, dice.

A pesar de que Martínez está en el Registro Único de Víctimas, el Estado no le ha brindado ninguna atención psicológica. Su historia es la de decenas de personas que fueron testigos de los hechos del 5 de octubre. Elier Martínez, el presidente de la Junta de Acción Comunal de El Tandil, dice que hasta la vereda solamente llegaron unas brigadas de Médicos Sin Fronteras a atender las afectaciones psicosociales que la tragedia dejó en los campesinos. El Estado nunca dispuso profesionales para esa labor. Por eso, hoy hay decenas de personas que en ese paraje rural de Tumaco intentan llevar una vida normal, pero tienen que cargar solos con los recuerdos del día que vieron morir a sus seres queridos abaleados.

Un tratamiento médico costoso e incompleto

Pie de foto: Dilber Campo, herido en medio de la masacre.

“Perdí la finca, perdí mi hogar, perdí la estabilidad”, lamenta Dilber Campo, quien para el momento de la masacre tenía 25 años. Él se alejó unos metros de donde estaban los policías antinarcóticos, pero cuando empezaron a disparar una bala lo alcanzó y le destrozó su fémur. En ese momento empezó su calvario que aún no termina. Luego de quedar herido logró cubrirse tras de un árbol y veía cómo las balas levantaban tierra a pocos centímetros de donde estaba y las matas de coca, de las cuales quedó rodeado, se movían por los impactos de los proyectiles. En ese momento se hizo un torniquete para no morir desangrado.

Fue trasladado al hospital de Tumaco y lo entraron a cirugía, pero al abrirle la pierna se dieron cuenta de que los daños que tenía no los podían tratar en ese centro hospitalario. Por eso fue trasladado a Pasto, donde lo intervinieron quirúrgicamente el 8 de octubre. Ese día le pusieron un tutor externo (dispositivo metálico que fija los huesos en su sitio) en el muslo. Para garantizar que su tratamiento tuviera éxito tenía que ir a controles cada 15 días durante seis meses. Así lo hizo, pero con varios sacrificios. Cada ida al médico le costaba entre $500.000 y $800.000 debido a que tenía que contratar carros particulares porque, por su estado, no podía coger transporte público. Para recibir la atención médica que necesitaba tuvo que vender una finca, un lote, las cabezas de ganado que tenía y dos motos.

Pero los problemas no terminaron ahí. A Campo le tenían que poner platino en la pierna. La cirugía se la hicieron el 20 de abril de 2018 en Pasto. Le tocó ir solo porque no le alcanzó el dinero para que su esposa lo acompañara. Lo operaron y pasó esa noche en la clínica. “Al otro día salí, en silla de ruedas me llevaron hasta el taxi y ahí sí como dicen ‘defiéndase como pueda’”, relata. Cogió un bus en la terminal, llegó hasta el corregimiento de Llorente y ahí lo recogió su esposa. Aunque tenía que seguir con su tratamiento, no pudo. “Ya cuando no tuve de dónde echar mano me tocó desistir de ir a citas médicas”, señala. No pudo ir a que le quitaran los puntos y le quedaron faltando 20 terapias. Al preguntarle qué espera del Estado asegura: “nunca respondió, nunca dio la cara, nunca dijo que iba a colaborarme, aunque sea con los gastos de los traslados”.

“Siento que no tengo puestos los pies en la tierra. Todos los proyectos, todas las metas que me había puesto quedaron en veremos. Me siento estancado”, enfatiza. Su hogar se dañó y él dice que fue por cuenta de todo lo que le conllevó la masacre. Ahora sólo puede trabajar uno o dos días a la semana porque siempre se ha dedicado a las labores del campo y por cuenta de la herida perdió fuerza. “Al Estado le pido que por lo menos por una vez en la vida reconozca los errores que tiene, que dejen de masacrar las personas y después manejar los medios de comunicación y decir que nosotros somos los que los atacamos”, clama.

Perder un hijo

Pie de foto: Marleni Cortés, mamá de Janier Usperto Cortés.

“Yo no puedo acordarme de mi hijo porque en cualquier momento cuando vengan a encontrarme mis hijos voy a estar muerta”, así rompe en llanto Marleni Cortés, quien tiene la voz fatigada por el dolor. Su hijo era Janier Usperto Cortés, quien tenía 26 años cuando fue asesinado en la masacre.

El entierro de ‘Cheto’, como le decían a Janier, es recordado por la comunidad. Eran 42 lanchas repletas de personas que sostenían bombas blancas y carteleras clamando paz; llegaron hasta el sector conocido como La Playa, en el río Mira a acompañar a los familiares a su despedida. Esa escena demostró que ‘Cheto’ era una persona muy querida en su vereda: El Pensamiento. En ese lugar nunca se había visto un entierro como ese. “Eso le da orgullo a uno porque él amistades era lo que tenía, nunca fue peleón”, dice entre las lágrimas Marleni. A él le gustaba trabajar, el deporte y la fiesta.

A pesar de ese orgullo las heridas siguen abiertas y son hondísimas. “Hay noches que yo no duermo, me la paso caminando en mi casa y digo ‘yo quiero ver a mi hijo’. Le pido a mi Dios que me mande a mi hijo porque yo lo necesito, pero no llega”, relata Marleni. Su otro hijo Melinton llora junto a ella. Él fue uno de los rostros de la masacre. El país conoció una fotografía en la que salen dos campesinos abrazados en medio del llanto; uno de ellos era Melinton, quien lloraba a su hermano.

“Hasta hoy día no sé qué es una ayuda del Gobierno”, se lamenta Marleni. Su familia no ha recibido atención para hacer el duelo. También piden justicia. Melinton se pregunta por qué si la Fiscalía tiene una gran cantidad de videos grabados por los campesinos no han podido enjuiciar a los responsables. “Por el caso de la Escuela de Cadetes, en Bogotá, a la semana ya había presos”, concluye con indignación. Los campesinos de esa zona de Tumaco interpretan la actitud que ha asumido el Estado como un mensaje de que hay unos ciudadanos más importantes que otros.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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