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mayo 28, 2019

Recordar para prevenir las ejecuciones extrajudiciales


El artículo de Nicholas Casey ha prendido las alarmas. Aunque no asegura la comisión actual de ejecuciones exrajudiciales o falsos positivos, hace un llamado para la prevención de un regreso de hechos que pensábamos dejar en películas como Silencio en el paraíso.

Han transcurrido 11 años desde que escuché por primera vez el término de falsos positivos, luego de que el entonces personero de Soacha anunciara la extraña aparición de cadáveres de jóvenes que habían desaparecido, pero que el ejército reportaba como bajas en Norte de Santander. Sin comprender sobre qué monstruo los medios hablaban, este sombrío fenómeno, sistemático y generalizado, hoy registra un número de casos mayor de 5.000, muchos de los cuales permanecen sin ser esclarecidos, investigados, ni juzgados, según diversas organizaciones de la sociedad civil.

Estos asesinatos han sido reconocidos por tener una estrecha relación e incremento con la política de Seguridad Democrática del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Recordemos que, en el 2002, dicho gobierno definió como eje principal la lucha contrainsurgente, activando dos factores que detonaron la puesta en práctica de falsos positivos: un sistema de incentivos/recompensas, y la presión a las Fuerzas Militares para generar resultados cuyo indicador era el número de bajas (body count).

Dicho esto, las exigencias de resultados que se han dado a conocer desde la primera semana del actual gobierno, sumado a los lineamientos de no exigir la perfección para realizar operaciones militares, resultan irresponsables. Lo anterior, dadas las implicaciones que pueden tener según la interpretación que le den quienes reciben este mensaje con ingredientes de presión.

A diferencia de la desafortunada opinión de Salud Hernández, sí podemos estar ante un riesgo de que regresen estos crímenes. El riesgo recae en la persistente idea de la necesidad de volver a una estrategia militar contrainsurgente bajo la justificación de que las Fuerzas Militares quedaron devastadas después de apostarle en la Habana a una disminución de la violencia armada. No es culpa del proceso la nueva dinámica de la violencia ni la reconfiguración de actores armados en los territorios, sino del olvido de lo que realmente se necesita en ellos: salud, educación, empleo. La gente NO demanda que el ejército combata, quienes lo hacen son quienes no han estado en los fuegos cruzados y desconocen las pérdidas que ello representa.

Con todo, es de saludar la conformación, por el presidente Iván Duque, de una Comisión independiente a cargo de revisar los protocolos y lineamientos de la fuerza pública para examinar su congruencia con los estándares internacionales. Sin embargo, una cosa es la letra y otra es la práctica. Es necesario que esta Comisión tenga la potestad de investigación no criminal, capaz de visibilizar cómo se llevan a cabo dichos protocolos en la vida real, así como lo hizo la Comisión Suárez en el 2008. Tampoco es suficiente que las directivas dadas a conocer sean derogadas. Se requieren acciones paralelas por parte de organismos como el Congreso de la República, en quien reposa el control político sobre los ascensos militares, y acciones preventivas por el Ministerio Público.

Lo cierto es que las víctimas de esta atroz práctica llevan pidiendo su debida investigación y juzgamiento desde hace años. Por su parte la Fiscalía de la CPI continúa teniendo bajo la mira las ejecuciones extrajudiciales, mientras que la Corte Interamericana sancionó al Estado el año pasado por su responsabilidad en este crimen que atraviesa nuestra historia de violencia.

Las ejecuciones extrajudiciales son una expresión de violencia absoluta y selectiva, cuya naturaleza coercitiva busca ansiosamente el control y poder a partir de la sumisión. Esta cruel violencia directa no sólo ha causado daños palpables, sino daños más penetrantes e imperceptibles ante la gran mayoría. Estos daños casi invisibles han sido la producción en masa de odios, venganzas y sus herramientas de perpetuación como el chisme recriminatorio, la estigmatización, la marginalización y la culpabilización.

Para convivir en un lugar donde la violencia no sea el arma primaria de reacción, se requiere una aceptación individual y colectiva de que ninguna parte de este conflicto sale bien librada; dejar de pensar en el “yo”, en mi nombre, en mi ego, en mi interés, en mi posición, sino en ese “nosotros” que ha permanecido incapaz de germinar. Por el momento, tenemos una tarea inmediata: recordar para prevenir.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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