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mayo 10, 2019

“Todavía queda mucho por hacer”: Nadia Murad


A propósito del Primer Ciclo Internacional de Conferencias Académicas ‘VIOlencia sexual, lo que ve y calla la sociedad” (*), que se inaugura hoy en Bogotá -en Fragmentos, Espacio de Arte y Memoria-, publicamos el epílogo del libro de la Nobel de Paz y sobreviviente iraquí “Yo seré la última. Historia de mi cautiverio y mi lucha contra el Estado Islámico”, en Colombia bajo el sello editorial Plaza & Janés.

Nadia Murad nació en Kocho, Iraq, en 1993. Con 26 años de edad es la activista más influyente a nivel global contra la violencia sexual. Recibió el Premio Nobel de paz 2018. / Foto cortesía:© Album/dpa/picture alliance/Patrick Seege

En noviembre de 2015, un año y tres meses después de que el EI llegara a Kocho, viajé de Alemania a Suiza para hablar en un foro de las Naciones Unidas dedicado a las minorías. Era la primera vez que iba a contar mi historia delante de un gran público. Me había pasado casi toda la noche despierta con Nisreen, la activista que había organizado el viaje, pensando en qué decir. Yo quería hablar de todo: de los niños que murieron deshidratados mientras huían del Estado Islámico (EI), de las familias que seguían atrapadas en las montañas, de los miles de mujeres y niños que continuaban cautivos, y de lo que vieron mis hermanos en el lugar de la matanza. Yo solo era una de los cientos de miles de víctimas yazidíes. Mi comunidad estaba diseminada, vivían como refugiados dentro y fuera de Irak, y Kocho seguía ocupado por el EI. Había muchísimas cosas que el mundo tenía que oír sobre lo que ocurría con los yazidíes. (El día que Murad ganó el Nobel de Paz).

La primera parte del viaje fue en tren, atravesando los oscuros bosques alemanes. Los árboles pasaban desdibujados muy cerca, al otro lado de la ventanilla. A mí me daba miedo el bosque, tan diferente de los valles y los campos de Sinyar, y me alegré de pasar por él a toda velocidad en lugar de recorrerlo a pie entre los árboles. Aun así, era hermoso, y mi nuevo hogar empezaba a gustarme. Los alemanes nos habían dado la bienvenida a su país; había oído historias sobre ciudadanos de a pie que iban a recibir a los trenes y los aviones en los que viajaban sirios e iraquíes que huían. En Alemania teníamos la esperanza de llegar a formar parte de la sociedad y no vivir solo en su periferia.

Había yazidíes en otros países que lo tenían peor. Algunos refugiados acabaron en lugares donde estaba claro que no los querían, poco importaba los horrores de los que escaparan. Otros yazidíes estaban atrapados en Irak y seguían desesperados por encontrar una oportunidad para salir de allí, y esa espera era otra forma de sufrimiento. Algunos países decidieron no permitir la entrada a ningún refugiado, lo cual me enfurecía. No existía ningún buen motivo para negar a unas personas inocentes un lugar seguro donde vivir. Todo eso era lo que quería decir ante las Naciones Unidas aquel día.

Quería decir que todavía era necesario hacer mucho más. Necesitábamos que se estableciera una zona segura para las minorías religiosas en Irak; juzgar al EI —desde sus líderes hasta los ciudadanos corrientes que habían apoyado sus atrocidades— por genocidio y crímenes contra lahumanidad; y liberar todo Sinyar. Las mujeres y las niñas que habían escapado del EI necesitaban ayuda para reintegrarse en la sociedad y reconstruirla, y los abusos que habían sufrido debían añadirse a la lista de crímenes de guerra del Estado Islámico. El yazidismo debía enseñarse en las escuelas, desde Irak hasta Estados Unidos, para que la gente comprendiera lo valioso que es preservar una religión ancestral y proteger a las personas que la profesan sin que importe lo pequeña que sea su comunidad. Los yazidíes, junto con otras minorías religiosas y étnicas, son lo que una vez hizo de Irak un gran país. (El retorno de las esclavas sexuales del EI).

Sin embargo, solo me habían dado tres minutos para hablar, y Nisreen me aconsejó que pronunciara un discurso simple. “Cuenta tu historia”, me dijo mientras tomaba un té en mi apartamento. Esa idea me aterraba. Sabía que, si mi historia tenía que causar impacto alguno, debía ser todo lo sincera que yo pudiera soportar. Tendría que hablar a aquel público sobre Hajji Salman y las veces que me violó, sobre la terrorífica noche en el puesto de control de Mosul y sobre todos los abusos que había presenciado. Atreverme a ser sincera fue una de las decisiones más duras que he tomado jamás, y también la más importante. Temblaba al leer mi discurso. Con toda la calma de la que fui capaz, les hablé a aquellas personas de cómo habían tomado Kocho y habían secuestrado a chicas como yo para convertirlas en sabaya.

Les hablé de cómo me habían violado y apaleado en repetidas ocasiones y de cómo por fin pude escapar. Les conté la historia de mis hermanos, que habían sido asesinados. Ellos escucharon con atención y, al terminar, una mujer turca se acercó a mí. Estaba llorando.

—A mi hermano Ali lo mataron —me dijo—. Toda nuestra familia está conmocionada por ello. No sé cómo se puede asimilar haber perdido a seis hermanos a la vez.
—Es muy duro —contesté—, pero hay familias que han perdido a más personas aún que nosotros.

Cuando regresé a Alemania, le dije a Nisreen que, siempre que me necesitara, yo iría a donde me dijera y haría todo lo posible por ayudar. No tenía ni idea de que pronto empezaría a trabajar con los activistas yazidíes que dirigían Yazda y comenzaría una nueva vida. Ahora sé que nací en el corazón de los crímenes que se cometieron contra mí.

Al principio, nuestras vidas en Alemania parecían insignificantes en comparación con las de la gente que vivía inmersa en la guerra de Irak. Dimal y yo nos trasladamos a un pequeño apartamento de dos habitaciones con dos de nuestras primas y lo decoramos con fotografías de las personas a las que habíamos perdido o dejado atrás. Por la noche, yo dormía bajo unas grandes fotos en color de mi madre y de Kathrine. Llevábamos collares que deletreaban los nombres de los difuntos, y todos los días nos reuníamos a llorar por ellos y rezarle a Melek Taus por que los desaparecidos regresaran sanos y salvos. Todas las noches soñaba con Kocho, y todas las mañanas despertaba y me acordaba de que Kocho, tal como yo lo había conocido, ya no existía. Es un sentimiento extraño, vacío. Añorar un lugar arrasado te hace sentir como si también tú hubieses desaparecido.

He visto muchos países bonitos a lo largo de mis viajes como activista, pero en ningún lugar habría querido vivir más que en Irak. Íbamos a clases de alemán y al hospital, para asegurarnos de que estábamos sanas. Algunas probamos las sesiones de terapia que nos ofrecieron, pero que eran casi insoportables. Cocinábamos nuestra comida y realizábamos los quehaceres con los que habíamos crecido: limpiar y hacer pan, esta vez en un pequeño horno metálico portátil que Dimal había colocado en el salón. No obstante, sin las tareas que solían llevar más tiempo, como ordeñar las ovejas o cuidar de la granja, y sin la vida social que acompañaba el día a día en una pequeña aldea muy unida, nos quedaban muchísimas horas vacías. Al principio de estar en Alemania, le suplicaba constantemente a Hezni que me dejase regresar, pero él insistía en que diera una oportunidad al país. Me decía que debía quedarme, que acabaría teniendo una vida allí, pero no estaba segura de creerle.

No tardé en conocer a Murad Ismael. Junto con un grupo de yazidíes afincados en distintas partes del mundo —incluidos Hadi Pir, Ahmed Khudida, Abid Shamdeen y Haider Elías, el antiguo traductor del ejército estadounidense que permaneció en contacto telefónico con mi hermano Jalo prácticamente hasta el momento de su muerte—, Murad había fundado Yazda, una organización que lucha de forma incansable por los yazidíes.
Cuando lo conocí, todavía no estaba segura de cómo sería mi nueva vida. Deseaba ayudar y sentirme útil, pero no sabía cómo hacerlo. Sin embargo, cuando Murad me habló de Yazda y de la labor que estaban realizando —sobre todo de cómo contribuían a liberar y, más tarde, defender a las mujeres y niñas que habían sido esclavas del EI—, pude ver mi futuro con más claridad.

En cuanto esos yazidíes recibieron la noticia de que el EI había entrado en Sinyar, abandonaron su vida cotidiana para ayudarnos a nosotros en Irak. Murad estudiaba Geofísica en Houston cuando empezó el genocidio; otros eran profesores y trabajadores sociales que lo dejaron todo con tal de ayudarnos. Me contó que habían pasado dos semanas sin dormir en una pequeña habitación de hotel, cerca de Washington, D. C. Murad y un grupo de personas entre las que se incluían Haider y Hadi se dedicaron allí a atender las llamadas de los yazidíes que se encontraban en Irak e intentar ponerlos a salvo. A menudo lo conseguían. Pero no siempre. Me dijo que habían intentado salvar Kocho. Llamaron a todas las personas a las que conocían en Erbil y Bagdad. Les proponían formas de actuación basándose en el tiempo que habían pasado colaborando con el ejército estadounidense (Murad y Hadi también habían sido traductores durante la ocupación) y llevaron a cabo un seguimiento del EI por todas las carreteras y aldeas.

Dado que no consiguieron salvarnos, juraron hacer todo cuanto estuviera en su mano para ayudar a cualquier superviviente y lograr que se hiciera justicia. Su angustia es una carga física —a Haider le duele constantemente la espalda, y el rostro de Murad está surcado de arrugas fruto del agotamiento—, pero, a pesar de eso, yo aspiraba a ser exactamente igual que ellos. Desde que conocí a Murad, empecé a convertirme en la persona que soy en la actualidad. Aunque el duelo no haya cesado nunca, nuestras vidas en Alemania empezaron a cobrar sentido de nuevo.

Cuando estaba con el EI, me sentía impotente. Si hubiese poseído un ápice de fuerza cuando me arrebataron a mi madre, la habría protegido. Si hubiese podido evitar que los terroristas me vendieran o me violaran, lo habría hecho. Cuando vuelvo con el recuerdo a mi propia huida —la puerta sin cerrar, el jardín tranquilo, Nasser y su familia en aquel barrio lleno de simpatizantes del Estado Islámico—, tiemblo solo de pensar en lo fácil que habría sido que saliera mal. Creo que hubo un motivo para que Dios me ayudara a escapar y un mo tivo para que conociera a los activistas de Yazda, y he comprendido el enorme valor que tiene mi libertad.

El EI no creía que las chicas yazidíes fuésemos capaces de abandonarlos ni que tuviésemos la valentía de contar ante el mundo todos los detalles de lo que nos hicieron. Los desafiamos haciendo que sus crímenes no queden sin contestar. Cada vez que relato mi historia, siento que les quito un poco de poder a los terroristas. Desde aquel primer viaje a Ginebra, he contado mi historia ante miles de personas: políticos y diplomáticos, cineastas, periodistas y un sinfín de personas de a pie que se interesaron por Irak después de que el EI se hiciera con el control. He rogado a los líderes suníes que denuncien públicamente al EI con más dureza; tienen muchísimo poder para detener la violencia. He trabajado junto a todos los hombres y mujeres que colaboran con Yazda para ayudar a supervivientes como yo que debemos vivir a diario con lo que hemos experimentado, además de convencer al mundo para que reconozca como genocidio lo ocurrido a los yazidíes y llevar al EI ante la justicia.

Otros yazidíes han hecho lo mismo con el mismo objetivo: aliviar nuestro sufrimiento y mantener con vida lo que queda de nuestra comunidad. Nuestras historias, por muy duro que resulte escucharlas, han conseguido cambios. A lo largo de estos últimos años, Canadá ha decidido abrir sus fronteras a más refugiados yazidíes; la ONU ha reconocido oficialmente como genocidio lo que el EI hizo con nosotros; los gobiernos han empezado a
debatir si establecer una zona segura para minorías religiosas en Irak; y, lo más importante, tenemos a abogados decididos a ayudarnos. La justicia es lo único que nos queda ahora a los yazidíes, y todos los yazidíes formamos parte de la lucha.

Allá en Irak, Adkee, Hezni, Saoud y Saeed luchan cada uno a su manera. Se quedaron en el campo de refugiados —Adkee se negó a ir a Alemania con las demás mujeres—, y cuando hablo con ellos los añoro tanto que casi no lo puedo soportar. Cada día es una lucha para los yazidíes de los campamentos y, aun así, hacen cuanto está en sus manos por ayudar a toda la comunidad. Organizan manifestaciones contra el EI y solicitan a los kurdos y a Bagdad que emprendan más acciones. Cuando se descubre una fosa común o una chica muere intentando escapar, son los refugiados del campamento quienes cargan en primer lugar con el peso de la noticia y preparan el funeral.

Cada contenedor vivienda está lleno de personas que rezan por que les devuelvan a sus seres queridos. Todos los refugiados yazidíes intentan sobrellevar el trauma mental y físico de lo que han pasado, y trabajan por que nuestra comunidad siga intacta. Unas personas que, hace solo unos años, eran agricultores, estudiantes, comerciantes y amas de casa se han convertido en estudiosos de la religión decididos a difundir el conocimiento del yazidismo, en profesores que trabajan en los pequeños contenedores vivienda utilizados como aulas en los campamentos, y en activistas de los derechos humanos, como yo. Lo único que deseamos es mantener vivas nuestra cultura y nuestra religión, y llevar al EI ante la justicia por los crímenes que ha cometido contra nosotros.

Estoy orgullosa de todo lo que hemos hecho como comunidad para contraatacar. Siempre me he sentido orgullosa de ser yazidí. Por mucha suerte que tenga de estar a salvo en Alemania, no puedo evitar envidiar a los que se quedaron atrás, en Irak. Mis hermanos están cerca de nuestro hogar, comen la comida iraquí que yo tanto echo de menos y viven junto a personas conocidas, no extraños. Si van a la ciudad, pueden hablar en kurdo con los dependientes y los conductores de los vehículos de transporte. Cuando los peshmerga nos permitan entrar en Solagh, podrán visitar la tumba de mi madre. Si Kocho llega a ser liberado del EI, podrían regresar a casa ese mismo día. Nos llamamos por teléfono y nos dejamos mensajes continuamente. Hezni me habla de su trabajo ayudando a chicas a escapar; Adkee me cuenta cosas sobre la vida en el campo de refugiados. La mayoría de las historias son amargas y tristes, pero a veces mi entusiasta hermana me hace reír tanto que me caigo del sofá. Añoro muchísimo Irak.

***

A finales de mayo de 2017 recibí desde el campamento la noticia de que Kocho había sido liberado del EI. Saeed se encontraba entre los miembros de la unidad yazidí de Hashd al Shaabi, el grupo de milicias iraquíes armadas que había entrado en la localidad, y me sentí feliz por él, porque había cumplido su deseo de convertirse en combatiente. Kocho no era un lugar seguro; todavía quedaban allí militantes del Estado Islámico luchando, y los que se habían marchado habían colocado IED (bombas) por todas partes antes de salir huyendo, pero yo estaba decidida a regresar. Hezni estuvo de acuerdo, así que volé de Alemania a Erbil y luego viajé hasta el campo de refugiados.

No sabía cómo me sentiría al volver a ver Kocho, el lugar donde nos habían separado y donde habían asesinado a mis hermanos. Estaba con algunos miembros de mi familia, incluidos Dimal y Murad (para entonces, él y otros de Yazda eran como de la familia) y, cuando la situación fue lo bastante segura para ir allí, viajamos en grupo y seguimos una ruta muy larga para evitar los combates. La aldea estaba vacía. Las ventanas de la escuela
estaban rotas y, dentro, vimos lo que quedaba de un cadáver. Mi casa había sido saqueada —incluso habían arrancado la madera del tejado—, y todo lo que había estaba quemado. El álbum de fotos de novias era un montón de ceniza. Lloramos tanto que caíamos al suelo. Aun así, a pesar de la destrucción, en cuanto crucé la puerta de mi casa supe que estaba en mi hogar. Por un instante, me sentí igual que antes de la llegada del EI y, cuando me dijeron que era hora de irnos, supliqué que me dejaran quedarme, solo una hora más. Me prometí a mí misma que, pase lo que pase, cuando llegue diciembre y sea el momento en que los yazidíes ayunan para acercarse a Dios y a Melek Taus, que nos dio la vida a todos, estaré en Kocho.

Poco menos de un año después de dar ese primer discurso en Ginebra, y cerca de un año antes de regresar a Kocho, fui a Nueva York con algunos miembros de Yazda, incluidos Abid, Murad, Ahmed, Haider, Hadi y Maher Ghanem, donde la ONU me nombró embajadora de Buena Voluntad para la Dignidad de los Supervivientes de la Trata de Personas. De nuevo, se esperaría que hablase sobre mi experiencia delante de un nutrido público. Contar tu historia nunca se vuelve más fácil. Cada vez que la relatas, la revives. Cuando le explico a alguien lo de aquel control donde los hombres me violaron, o cómo sentía el látigo de Hajji Salman sobre la manta mientras yo estaba debajo, o cómo se oscurecía el cielo de Mosul mientras recorría el barrio en busca de una señal de alguien que pudiera ayudarme, me veo transportada de nuevo a esos momentos y todo su horror. Hay otros yazidíes que también se ven transportados de vuelta a estos recuerdos. A veces, incluso miembros de Yazda que han escuchado mi historia incontables veces lloran cuando la cuento; también es su historia.

Aun así, me he acostumbrado a dar discursos y los grandes públicos ya no me intimidan. Mi historia, narrada con sinceridad y objetividad, es la mejor arma que tengo contra el terrorismo, y pienso seguir utilizándola hasta que esos terroristas se enfrenten a un juicio. Todavía queda mucho por hacer. Los líderes mundiales, y sobre todo los líderes religiosos musulmanes, deben levantarse y proteger a los oprimidos. Pronuncié mi breve discurso y, cuando terminé de contar mi historia, seguí hablando. Les dije que no me habían educado para hablar en público. Les dije que todos los yazidíes querían ver al EI juzgado por genocidio, y que ellos tenían la capacidad de ayudar a proteger a las personas vulnerables de todo el mundo. Les dije que quería mirar a los ojos a los hombres que me violaron, y verlos llevados ante la justicia. Más que nada, les dije, quiero ser la última chica en el mundo con una historia como la mía.

* Cortesía Penguin Random House Grupo Editorial.

* Evento desde las 6:00 p. m. en Fragmentos, Espacio de Arte y Memoria (Carrea 7 # 6B-30). La conferencia inaugural, “Confesando la Injusticia Testimonial”, estará a cargo de la filósofa inglesa Miranda Fricker. El ciclo internacional de conferencias es una iniciativa liderada por el Espacio de Arte y Memoria, Fragmentos, la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales, La Unidad de Investigación y Acusación (UIA) de la Jurisdicción Especial para la Paz, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la Universidad Central y la Universidad Nacional.

FUENTE: EL ESPECTADOR

 


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