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febrero 25, 2019

La instrumentalización de la violencia de género: a raíz de los casos de Hollman Morris y Gustavo Rugeles


Los casos son ya bien conocidos. Dos hombres, blancos, heterosexuales y con cierto poder —además de voz pública—, son denunciados por sus exparejas debido al maltrato al que han sido expuestas por parte de estos. Las diferencias: cada uno de estos hombres se encuentra en el extremo opuesto del espectro político e ideológico, algunos dirán que también son diferentes las formas de maltrato según las cuales han sido denunciados, y es cierto. Mientras la pareja de Gustavo Rugeles dio pruebas del maltrato físico y la violencia que sufrió sistemáticamente por parte de este sujeto, la expareja de Hollman Morris enmarcó su caso en un maltrato de tipo psicológico y económico; no obstante, estas distinciones no interfieren en la gravedad de aquel comportamiento machista.

Por tanto, el objetivo de este artículo no es entrar en detalle sobre los casos mencionados —hecho del que ya se encargaron los medios, generando así una re victimización de las mujeres acusadoras—, por el contrario, se busca proponer una lectura de interpretación y explicación sobre dicho fenómeno que constituye el “pan de cada día” para millones de mujeres, además de evidenciar el uso oportunista y conveniente de los medios y la clase política por ser meramente un “tema actual”, pero que no supone ningún compromiso real con una transformación social en materia de políticas públicas ni de valores culturales.

Cifras y estadísticas

“Las cifras representan el aspecto ¨técnico¨ de esa visibilización” (Osborne, 2008:104), son, por tanto, un elemento importante que, como lo describe Osborne (2008), transforman el fenómeno de la violencia de género de anécdota a categoría. En el mundo en el que vivimos se hace necesario demostrar con números y estadísticas los hechos que enmarcan un fenómeno social como lo es la violencia de género, la mayoría de reportes mediáticos están plagados de estas cifras, sin embargo, no siempre traen consigo un análisis cuidadoso ni meticuloso de lo que esos números significan —volveremos sobre el papel de los medios más adelante.

En el Boletín Epidemológico del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, en el cual se encuentra el análisis comparativo de los años 2014, 2015 y 2016 en materia de violencia de género en Colombia, pueden leerse 29 páginas de tablas, diagramas y porcentajes, según indicadores como: rango de edad, estado civil de la víctima, día de la semana y hora en que suelen ocurrir las agresiones, entre otros. Este trabajo resulta sumamente relevante para el estudio de la violencia de género, término reconocido globalmente en la Declaración de Naciones Unidas sobre la Eliminación de la violencia contra la Mujer en 1993.

Algunos de los datos que ilustran la importancia y urgencia de tratar este tipo de violencia son los siguientes. El rango de edad de mayor riesgo para una mujer se encuentra entre los 20 y los 29 años, no obstante, el registro también arroja cifras preocupantes en cuanto al homicidio a niñas entre los 0 y 4 años. En cuanto al escenario de los hechos, el lugar más frecuente donde se cometen los delitos son las viviendas privadas, es decir, el propio domicilio de la víctima[1], así mismo, el principal agresor suele ser, en primer lugar, un sujeto desconocido y, en segundo lugar, la pareja o expareja. Por último, el mecanismo de agresión de mayor registro es el arma de fuego[2], seguido de elementos cortopunzantes (Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, 2016).

Para el año 2018 las cifras continuaron en aumento, según un reportaje de El Espectador basado en un informe de la Facultad de Derecho de la Universidad Libre, en enero y febrero del año en cuestión ya se registraban “3.014 casos de violencia de género contra la mujer en Colombia: alrededor de 50 cada día” (El Espectador, 2018). En septiembre del mismo año, otro reportaje publicado en el diario El Tiempo, recogía las cifras registradas por Medicina Legal, las cuales indicaban “37.727 mujeres y niñas víctimas de violencia de género […] Esta cifra hace referencia a 12.987 casos de presunto delito sexual y 24.830 casos de violencia de pareja contra mujeres (El Tiempo, 2018).

Para terminar este apartado, es importante señalar dos aspectos fundamentales. El primero, ¿de dónde provienen esas cifras? Cuando se hace alusión a entidades como Medicina Legal, se entiende que son datos provenientes de las denuncias registradas en tal institución, no obstante, los informes de organizaciones no gubernamentales suelen incorporar datos obtenidos en el trabajo de campo, así como de otras iniciativas como colectivos de activistas —feministas en su mayoría—, en este punto es necesario resaltar la existencia de un amplio subregistro que por su naturaleza no queda inscrito en las estadísticas oficiales. En segundo lugar, es menester llamar la atención sobre la ruta de la llamada “atención a las víctimas”, mecanismo que suele revictimizar y exponer a las mujeres, tal como la línea telefónica, pues contribuye a perpetuar el anonimato e impunidad de los victimarios.

El amor romántico, el orden heterosexual y la construcción de la masculinidad

Más allá de las cifras debemos analizar cuál es la estructura social, cultural y política que da cabida y legitima la violencia contra la mujer en el marco de una relación afectivo/sexual. Una de las interpretaciones que ha cogido fuerza en las teorías feministas consiste en señalar el mito del “amor romántico” como fuente de transmisión de ciertos valores que han intoxicado las relaciones entre hombres y mujeres[3].

“Lo personal es político, el romanticismo es patriarcal: asumimos modelos sentimentales, roles y estereotipos de género, y patrones de conducta patriarcales a través de la cultura. Y estos patrones los tenemos muy dentro, incorporados a nuestro sistema emocional” (Herrera, 2013:7). Los roles de género en la pareja son transmitidos a través de canciones, libros, telenovelas, medios de comunicación, cine, etc., pero también en la escuela, la familia, el círculo social, entre otros. Esto compone la arbitrariedad cultural que se ha naturalizado, tal como afirma Bourdieu (2000). Estos prototipos se convierten así en estereotipos, desde muy temprana edad se enseña a “ser mujer o ser hombre” y esta performatividad (Butler, 1990) no se da únicamente en cuanto a la construcción de cada individuo, sino, sobre todo, en relación con los demás, en particular con el llamado “sexo opuesto”.

Esta matriz social, cultural y política ha sido denominada como heterosexualidad obligatoria (Rich, 1996; Wittig, 2006), la cual no denota una simple e ingenua orientación sexo afectiva, por el contrario, denuncia una forma impuesta de relacionarse entre hombres y mujeres. Por poner un ejemplo, resulta interesante analizar las telenovelas como productos culturales que transmiten y perpetúan esta clase comportamientos, desde allí se dicta qué es lo que debemos considerar como amor y que no (Leal y Pérez, 2017). Se representa a la mujer como sumisa, como santa o como puta —léase “malvada”— y, por el otro lado, los hombres siguen representando el poder, la autoridad y la consciencia, sus contradicciones o equivocaciones son perdonables, la violencia que ejercen se justifica en nombre del amor y la locura de la pasión. Deconstruir estos roles de género en las relaciones de pareja es tarea tanto de hombres como de mujeres.

Es claro que el análisis no puede ser victimizar a las mujeres y culpabilizar a los hombres, esto sería volver a caer en la división binaria esencialista del sistema sexo-género (Maquieira, 2001; Rubin, 1975). Por supuesto que las mujeres —o los sujetos feminizados de una relación— son tan capaces de infligir daño como sus compañeros, es más, en la mayoría de relaciones tóxicas cuando se llega a la cima de la violencia y la agresión, esta es resultado de un cúmulo de actitudes tóxicas de parte y parte. Sin embargo, socialmente sigue siendo distinto el cómo ha de actuar una mujer que un hombre, es esa valoración social la que conlleva a que sean los hombres los mayores perpetradores de maltratos y violencia[4] (ver cifras), así como también en que se suele exponer, victimizar, culpabilizar y revictimizar a las mujeres dentro de esa dinámica violenta.

Todos estos elementos mencionados han contribuido al aumento de análisis sobre la “masculinidad” en los estudios de género. Cuando se indaga en la historia o se mira hacia otras culturas y sociedades, se hace evidente que la construcción de masculinidad no se representa de la misma manera, lo cual permite entender que esta performatividad también es un constructo histórico. “La masculinidad es un conjunto de prácticas que se inscribe en un sistema sexo-género culturalmente específico” (Schongut, 2012:15), por lo tanto, no hace referencia únicamente a características sexuales o anatómicas, sino a comportamientos, actitudes, pero también, a un capital simbólico que otorga poder (Bourdieu, 2000).

En este sentido, la masculinidad, de la misma forma que la heterosexualidad, son modelos, arquetipos o, como dirá Rita Laura Segato (2003), mandatos de género a partir de los cuales se impone la norma, así las “otras formas” existen siempre en referencia a estos.

En síntesis, la construcción de la masculinidad[5], la heterosexualidad como un régimen obligatorio y la socialización cultural del mito del amor romántico conducen a que hombres y mujeres convivan en dinámicas tóxicas de posesión, celotipia, venganza y violencia. La misma construcción del sistema sexo-género y de los mandatos de género —y roles— continúan estableciendo una jerarquía en la cual el hombre domina un capital simbólico y material por encima de las mujeres, prueba de ello es la revictimización constante hacia las mujeres que denuncian no sólo por parte de la sociedad en general, sino también, de los medios y las instituciones judiciales.

Medios y política, la instrumentalización de la violencia de género

La violencia de género se ha posicionado en la agenda política de gran parte del mundo. Ya en los años 70 las feministas estadounidenses habían declarado que “lo personal es político”, haciendo alusión al maltrato, la inequidad y la violencia que experimentaban la gran mayoría al interior de sus propios hogares. Con esto, la violencia sexual y el maltrato físico, psicológico y económico salió a la luz pública, ubicándose en el debate político, por supuesto, hubo una buena parte de la población cuya actitud conservadora reclamaba devolver a las mujeres a los hogares y dejar que “los trapos sucios se laven en casa”.

Durante mucho tiempo se creyó —y aun hoy en muchos lugares se sigue creyendo— que este tipo de violencia pertenecía a la esfera íntima de la pareja y que, aun peor, la víctima se merecía lo que vivía. Los movimientos feministas dieron inicio a un repertorio de acciones que llevaron a que muchos Estados se vieran obligados a tomar cartas en el asunto y crearan políticas públicas con miras a garantizar la integridad de miles de mujeres, paralelo a esto, los medios de comunicación dieron voz al giro histórico que se estaba dando al interior de muchas sociedades.

No obstante, con frecuencia el cubrimiento de los medios ha caído en un amarillismo que ha perjudicado más a las víctimas, las ha puesto y sobreexpuesto en el ojo público mientras los victimarios quedan impunes en el anonimato y siguen sus vidas tranquilamente. Basta con realizar un sencillo ejercicio: leer detenidamente las preguntas con las que los “periodistas” interpelan a las mujeres maltratadas señalando aspectos como la forma en que visten, cuestionando la decisión de haber denunciado después de cierto tiempo, el hecho de haber sostenido una relación con el victimario, entre otras.

Este “tema de actualidad”, en el que se ha convertido este tipo de violencia, ha hecho eco también en los ámbitos de la política, muchos partidos políticos hacen referencia a este fenómeno condenándolo rotundamente. Sin embargo, vemos muy pocas iniciativas y compromisos serios por parte de dichos partidos a la hora de establecer marcos legales y políticas públicas que busquen no sólo “castigar”, sino cambiar de manera estructural la problemática. Los partidos políticos continúan estando representados en su mayoría por figuras de poder masculinas, los líderes más relevantes son hombres, blancos y heterosexuales. La condena social hacia la violencia de género por parte de los partidos políticos se basa en argumentos morales y/o religiosos, las nociones de género inherentes a la política tanto de izquierda como de derecha, no cuestiona el sistema sexo-género, ni los mandatos de género imperantes en nuestra sociedad.

Así, en los casos mencionados al inicio de este artículo y a raíz de los cuales se establece esta reflexión, se demuestra la instrumentalización de un tema tan serio como la violencia de género. La izquierda tiene a quien señalar como el maltratador dentro de sus adversarios, así mismo, la derecha podrá hacer lo propio con una figura apreciada en la izquierda política colombiana, pero el vacío continúa agrandándose, no es cuestión de ideologías políticas —al menos no en principio—, es una problemática estructural que, como puede verse, cimienta todo el espectro político de izquierda a derecha.

FUENTE: http://www.colombiainforma.info


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