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octubre 23, 2017

Las mujeres a las que la guerra las obligó a volverse detectives


Cuatro valientes cuentan cómo asumieron la búsqueda tras la desaparición forzada de sus familiares.

En la desaparición forzada se condensan la incertidumbre, la sevicia, el terror, la destrucción tortuosa de la vida. Quien perpetra ese delito, dice el sociólogo Gonzalo Sánchez, se empeña en ocultar de la faz de la tierra a su víctima, de tal forma que no quede huella de su existencia ni rastro del crimen cometido. El suplicio de la desaparición forzada –que en Colombia solo fue tipificada como delito a partir del 2000– recae sobre las víctimas directas y también sobre sus seres queridos, cuyas vidas quedan suspendidas en un duelo perpetuo y en un estado de permanente zozobra, angustia y vacío.

Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), entre 1970 y 2015 hubo en Colombia 60.630 casos de desaparición forzada, una cifra que supera en número el de todas las ocurridas en las dictaduras militares del Cono Sur.

Solo entre 1996 y 2005 hubo 32.249 desapariciones forzadas en el país, casi la misma cantidad de casos de la dictadura argentina. De acuerdo con el CNMH, el 46,1 por ciento fueron perpetradas por paramilitares; el 19,9, por guerrillas; el 8,8, por los grupos que surgieron tras la desmovilización de las Auc; el 8 por ciento, por agentes del Estado y el 15,9 ciento, por grupos no identificados. A esto, según el CNMH, se suma la incapacidad institucional para hallar a las víctimas. De las 60.630 desapariciones documentadas hasta el 2015 solo se conocía el paradero y la situación de 8.122 personas.

Pero ese panorama contrasta con la búsqueda de los familiares, quienes, sin proponérselo, se han convertido en buscadores expertos, en detectives. Su deseo de conocer la verdad les ha permitido desarrollar habilidades para investigar, rastrear pistas, anudar señales y hablar el mismo idioma de los forenses, los fiscales y los psicólogos.

Investigadores del CNMH dicen que la experiencia y los saberes que los familiares han construido en sus búsquedas serán determinantes en el diseño de nuevos mecanismos para garantizar, en el marco del posconflicto, la búsqueda, localización e identificación de los desaparecidos.

Estos son los testimonios de Amalia de Márquez, Gloria Gómez, Aura María Díaz y Shaira Rivera, cuatro mujeres que comparten el suplicio de la ausencia de sus seres queridos, pero que no cesan en su esfuerzo para hallarlos y conocer la verdad.

Amalia de Márquez: ‘Se lo llevaron las Farc’

Mientras no me demuestren lo contrario, seguiré hablando de Enrique, mi hijo, en tiempo presente. Sé que está vivo. El 11 de febrero de 1999 salió de su casa a las 6 a. m. hacia su oficina de Conalcrédito, en el centro de Bogotá. Él es abogado. Cuando iba a entrar al edificio, se lo llevaron. Ese día me llamó a las 9 p. m. para decirme que lo tenía el frente 51 de las Farc. Fue la última vez que lo oí. Desde entonces, he expuesto su caso ante los altos funcionarios de turno: procuradores, fiscales generales, contralores, altos comisionados de paz y hasta presidentes. Eso me ha permitido visibilizar su ausencia, pero para seguirle la pista, mi esposo y yo recurrimos a otros métodos.

Buscamos a Jaime Garzón. Él investigó y supo que se lo habían llevado para ejercer presión, pues, al parecer, las Farc querían recuperar un dinero invertido en Conalcréditos. Jaime intercedió, era optimista, nos traía mensajes, pero lo mataron.

También nos poníamos en contacto con los secuestrados que liberaban. Nos traían noticias. “Enrique está vivo”, “está escribiendo un libro”, “lo vi en tal campamento”, nos decían. Y así seguíamos sus pasos. Supe que estuvo en la zona de distensión del Caguán. En una ocasión me mandó un mensaje en el que me pedía que le hablara por Las Voces del Secuestro. Mientras existió el programa, grabé diariamente un mensaje. Y así, entre los recados de los exsecuestrados y la radio, establecimos una especie de intercambio esporádico de noticias. Pero, de repente, el silencio. Lo último que supimos es que Romaña (con quien quiero reunirme) llevó a Enrique a un juicio. No sabemos qué pasó después.

Sigo escribiendo cartas y planeando la manera de comunicarme con mi hijo. Los últimos 18 años los he invertido en eso: en buscar canales para decirle que lo espero.

Gloria Gómez: ‘Buscar en soledad es difícil’

Hace 34 años vivo en función de la búsqueda. Dos de mis hermanos fueron desaparecidos. Encontré el cadáver de Leonardo poco después de su desaparición, en 1983, y llevo tres décadas buscando a Luis. Al primero lo hallé destrozado en Medicina Legal, en Bogotá, pero aún no sé quién ordenó asesinarlo.

Leonardo también era buscador: buscaba a dos amigos del colegio que desaparecieron en el 82. Y es que tras una desaparición suele desatarse una cadena de desapariciones. Cinco años más tarde, Luis, que buscó a Leonardo y al resto de jóvenes, fue desaparecido en Tibú, Norte de Santander. Desde 1988 he recorrido una y otra vez ese departamento. Llegué al sitio donde, según los lugareños, sus victimarios lo reventaron a golpes. Pero me di cuenta de que buscar en soledad es difícil. Por eso, me junté con los miembros de la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos. Ingeniamos métodos de búsqueda solidaria. Nos distribuíamos en grupos y recorríamos las estaciones de Policía, los hospitales, el anfiteatro y las calles cercanas a las que identificamos como zonas de tortura. Tal era el caso de la calle 45 con carrera 15, donde el grupo paramilitar ‘Morena’ tenía su sede.

La ONU corroboró que la desaparición forzada sí existía en Colombia y manifestó la urgencia de tipificar el delito. Eso, sin embargo, solo ocurrió 12 años después

Organizamos las jornadas de búsqueda por Cundinamarca. Recorrimos municipios y descubrimos botaderos de cadáveres como el del Alto de la Virgen, en la carretera que conduce a Choachí. En esas jornadas, nos hicimos amigas de los sepultureros y de los ‘chulos’, es decir, de los promotores de servicios funerarios.

Cada vez que sabían de un nuevo NN nos informaban e inmediatamente íbamos a verlo con la esperanza de que fuera uno de los que buscábamos. 
También leíamos los periódicos vespertinos. Los titulares anunciaban ‘se halló un cuerpo en tal lugar’. Y allí llegábamos. A finales del 88, preparamos la llegada del grupo de trabajo sobre desapariciones forzadas de la ONU. Nos repartimos por todo el país. Documentamos cientos de casos que luego entregamos a los investigadores. La ONU corroboró que la desaparición forzada sí existía en Colombia y manifestó la urgencia de tipificar el delito. Eso, sin embargo, solo ocurrió 12 años después.

Aura María Díaz: ‘Hallé a mi hijo en un cementerio’

Soy la mamá de César Sepúlveda, desaparecido y asesinado en septiembre de 1994 por el exconcejal y ganadero de Oiba, Santander, Josué Vallejo, quien lo torturó para sacarle información sobre el supuesto robo de una camioneta del que, como más tarde se comprobó, César no participó. Desde el día en que se lo llevaron me hice detective. Di con el paradero del jeep público del que lo bajaron sus victimarios y encontré al chofer y al resto de pasajeros que viajaban con él. Ellos me confirmaron que César fue retenido en Cachipay, justo en la entrada de la hacienda de Vallejo.

Cambié mi identidad, me vestí de otra manera y me puse el cabello de otro color para investigar. Indagué en las calles, en los parques y en el terminal de Oiba. Descubrí que los verdugos se llevaron a César en una camioneta que le pertenecía a la hermana del concejal. Cada vez que descubría algo lo reportaba en la Fiscalía. Mantenía el proceso activo y trabajaba mancomunadamente con los investigadores. Busqué en todas partes. Siguiendo las pistas de los testigos y pensando que, como tantos otros, pudo ser botado al vacío, recorrí el cañón del Chicamocha. Entrevisté a los areneros del cañón y a los campesinos de la región. Habían visto pasar tantos cadáveres por el río que no sabían si el de César había pasado por ahí.

Pasaron 15 años. Quedé en la quiebra. Invertí todos mis recursos en la búsqueda y la empresa de transportes de mi hijo dejó de funcionar. Empecé a resignarme, pero el día menos pensado recibí una llamada. Era un investigador de medicina legal, quien, tras cotejar las pruebas que le di a la Fiscalía con un viejo reporte sobre un NN, dio con el paradero de los restos de mi hijo. Estaba en el cementerio de Palmar. En efecto, lo habían lanzado al río que atraviesa la finca del concejal Vallejo, quien fue condenado a 34 años de prisión.

Shaira Rivera: ‘Se lo llevaron en una patrulla de policía’

El 22 de abril del 2008, mi papá, Guillermo Rivera, salió a correr y no regresó jamás.Trabajaba en la Contraloría como jefe auditor de las entidades del Distrito, conocía en profundidad las prácticas de corrupción y, además, era sindicalista.

Cuando todo sucedió yo tenía 21 años. La desaparición de mi papá me consumió. Abandoné la universidad para dedicarme a la búsqueda, a juntar pistas

Ese día salí, junto con mi familia y sus amigos, a buscarlo. Llamamos a todas las clínicas pensando que pudo sufrir un infarto. Denunciamos. Al día siguiente, recibimos una llamada. Era un hombre. Nos dijo que tenía a mi papá. Reportamos la llamada en la Policía y la rastrearon hasta San Martín, Meta. Hasta allá llegó una comisión de investigación de la Unidad Antisecuestros, pero no encontraron nada. Semanas después, una vecina se acercó a mi casa para contarnos que había visto a mi papá trotando cuando, de repente, una patrulla de la policía lo capturó. Los videos de las cámaras de seguridad de los edificios cercanos reafirmaron la versión de mi vecina, pero en la Fiscalía dijeron que esa prueba no bastaba.

Cuando todo sucedió yo tenía 21 años. La desaparición de mi papá me consumió. Abandoné la universidad para dedicarme a la búsqueda, a juntar pistas
 y a ejercer presión en los medios y en organizaciones internacionales. Algunos oyeron. Otros me ignoraron. Caminamos de Bogotá hasta Cali exigiendo e indagando y construimos nuestro propio archivo de pruebas.

Dos días después de su desaparición, un campesino halló a mi papá en un botadero de escombros junto al río Combeiba, en Tolima. La policía de Ibagué hizo el levantamiento sin ningún protocolo y lo enterró en el cementerio San Bonifacio, de Ibagué, como NN. Eso solo lo supimos meses después, cuando nos llamaron de la Fiscalía para informarnos. Recibimos el cadáver de mi papá y una necropsia escueta que hablaba de “algunos golpes”, cuando en realidad el cuerpo estaba destruido. La búsqueda recién empezaba. Recibir el cadáver no resolvió ni la mitad de los interrogantes que teníamos.

Luego, se hizo una segunda exhumación en la que se documentó que mi papá fue torturado y que murió por asfixia mecánica. Aprendí a comunicarme en clave forense para entender lo que me decían y para interlocutar con los investigadores. En 2014, llevé el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero aún busco respuestas. ¿Por qué el cuerpo apareció tan tarde? ¿Por qué la Policía dirigió la investigación hacia el Meta si lo halló en Tolima? ¿A quién debo perdonar?

FUENTE: EL TIEMPO


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